Frida Kahlo: Viva la pinche vida


“Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior”.

Cuando nació, Frida se llamaba Magdalena Carmen FriEda Kahlo y Calderón, pero en 1935 decidió intervenir y sacarle la E a su nombre. Frida sin “e” murió cuando tenía 47 años, seguramente sin imaginar que iba a aparecer en millones de cartucheras, remeras y fundas para el celular; objetos ordinarios que repetirían su imagen hasta hacernos olvidar de qué se trato, en verdad, Frida Kahlo. Tampoco hubiese imaginado, seguramente, convertirse en un símbolo feminista, ser representada por Salma Hayek y tener disfraces hechos en su honor.

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Hace ocho años encontré una biografía de Frida escrita por Hayden Herrera, una historiadora del arte que vive en Nueva York. Era un libro gordo, de tapa blanda y tipografía pequeña, que incluía fotos de sus cuadros y su familia. De manera detallada y con documentación histórica, Herrera dibuja a Frida como si todavía estuviese pintando y logra meternos en la cabeza de la artista. Desde entonces, entendí que esa mexicana cojonuda tenía mucho que ver conmigo o, para ser más honesta, con lo que yo fantaseaba con ser.

Resulta que Frida tuvo una vida marcada por acontecimientos poco comunes desde el principio, situación que logró capitalizar. De chica contrajo poliomielitis, enfermedad que la obligó a estar nueve meses en cama y le dejo la pierna derecha mucho más flaca que la izquierda. Con el correr de los años, elegiría vestir las tradicionales polleras tehuanas, en parte para ocultar esta secuela estética y en parte porque le copaban.

En 1922 entró a la Escuela Nacional Preparatoria, un colegio muy prestigioso ubicado en la capital mexicana, que recién empezaba a aceptar mujeres. De dos mil alumnos que ahí asistían, solo treinta y cinco eran chicas, entre las cuales estaba ella. Fue en este colegio en donde conoció y se unió a los Cachuchas – así se les dice a las gorras en México- un grupo de pibes que debatía de política, protestaba contra el sistema escolar y cuyos miembros, en su vida adulta, fueron en su mayoría reconocidos profesionales e intelectuales  de la escena nacional. Los Cachuhcas eran todos hombres, excepto por Frida y otra chica más.

A pesar de este comienzo fuera de lo común, fueron dos cosas las que marcaron para siempre su vida: el accidente automovilístico que sufrió mientras viajaba en un autobús, y su romance ultra pasional con el muralista mexicano y ferviente comunista, Diego Rivera. En palabras de Frida:

“Yo sufrí dos accidentes graves en mi vida, uno en el que un autobús me tumbó al suelo…El otro accidente es Diego (Rivera)”.

Ambas experiencias supo transitarlas a su manera, sin dejar que la devoraran por completo ni anularan jamás su capacidad de crear, reír y acomodar los elementos reales de la manera que mejor le pareciera.

El día del accidente Frida iba sentada junto a Alejandro, su amor de la secundaria, en un colectivo chilango. Tenía 19 años y no se imaginó que ese día iba a terminar en coma, con la columna vertebral rota y fracturas en la clavícula, las costillas, la pelvis, la pierna y el pie derecho; como consecuencia de que el vehículo se estroló contra un tranvía. Alejandro la sacó barata, pero a Frida un caño le atravesó el abdomen. El reposo se impuso por un tiempo prolongado y al ser pocas las visitas que recibía, se abocó al intercambio epistolar. Durante el largo tiempo que pasó en cama empezó a pintar.

“Nunca pensé en la pintura hasta que tuve que guardar cama a causa de un accidente automovilístico. Me aburría muchísimo ahí en la cama con una escayola de yeso (…), y por eso decidí hacer algo”

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Su mamá se las arregló para armarle un caballete colgante para que pudiera pintar acostada, y en 1926 hizo su primer autorretrato al óleo dedicado a su novio – que mucha bola no le daba- y compañero de accidente, Alejandro Gómez Arias. Y así, en el peor momento de su vida, surgió lo que le daría una razón para seguir respirando, para resignificar todo lo que la rodeaba y transitaba, y ser autora de su historia siendo siempre fiel a sus rarezas, su dolor, y sus amores.

Vamos ahora a su segundo gran accidente: Diego Rivera, a.k.a, “el sapo”. Si lo pensamos bien, Frida no podría haberse enamorado de alguien común y corriente. Que su objeto de deseo haya sido un muralista hiper famoso, mujeriego, ateo y con cara de sapo, conocido por su convicción comunista y polémico por su coqueteo con grandes empresarios, fue casi una obviedad. Se conocieron por primera vez cuando ella tenía 15 años y él pintaba un mural en su colegio. Se reencontraron años más tarde para casarse, divorciarse y volverse a casar. Juntos, protagonizaron uno de los romances más polémicos, intensos y observados de su época. Captura de pantalla 2017-04-18 a las 23.54.23.png

Diego engañó a Frida con varias mujeres, casi de manera sistemática y sin disimulo, pero la traición que a ella más le dolió fue cuando la amante resultó ser su propia hermana, Cristina Kahlo. Al respecto de la “amplitud” del cariño de Diego, Frida declaró: “Quizá esperen oír de mí lamentos de ‘lo mucho que se sufre’ viviendo con un hombre como Diego. Pero yo no creo que las márgenes de un río sufran por dejarlo correr.”. Ya hablaba de amor libre en 1940.

Sin embargo, Frida tenía también sus permitidos, y se sabe que también tuvo aventuras extramatrimoniales. En su lista de amantes hay hombres y mujeres, algunos de ellos bastante interesantes. Entre los más destacados están León Trotsky y Chavela Vargas. El primero fue perseguido en Rusia hasta que logró obtener asilo político en México. Debido a la afinidad política de Diego, terminó como huésped en la casa de los Rivera en donde sucumbiría a los encantos de Frida. Cuando Diego se dio cuenta de que su invitado estaba teniendo un affair con su mujer, lo echó de su casa y rompió relación con el revolucionario Ruso.

La cantante costarricense, por su parte, vivió con la pareja de artistas en su casa de Coyoacán durante casi un año. Su romance con Frida nunca fue confirmado públicamente, pero en una carta que la pintora le escribió a Carlos Pellicer, dice lo siguiente: “hoy conocí a Chavela Vargas. Extraordinaria, lesbiana, es más, se me antojó eróticamente. No sé si ella sintió lo que yo. Pero creo que es una mujer lo bastante liberal que, si me lo pide, no dudaría un segundo en desnudarme ante ella”. Sobre Frida, Chavela dijo lo siguiente: “Me enseñó muchas cosas, y sin presumir de nada ¡agarré el cielo con las manos, con cada palabra, cada mañana!”. Lo dejamos a su criterio. Sin dudas, el matrimonio de Frida y Diego fue particular; pero más allá de las recíprocas infidelidades nadie dudaba de la devoción que sentían el uno por el otro.

El accidente y Diego, marcaron a Frida para siempre. El dolor fue tal vez uno de los ejes de la vida de la pintora mexicana, pero fue su manera de procesarlo y sacarlo para afuera, lo que la hizo especial. A tal punto amaba Frida la vida que el último cuadro que pintó antes de morir, muestra un par de sandías entreabiertas, jugosas y coloridas, acompañadas de una frase que resume el argumento último de todos sus actos: “Viva la Vida”.

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Frida Kahlo tenía sentimientos intensos y pensamientos audaces. Mientras Rivera se ocupaba de la revolución con sus gigantescos murales, Frida se enfrascaba en su manera de ser y sentir, en las raíces de su cultura mexicana y en el dolor, esa bandera que la acompañó toda la vida. Su honestidad para expresarse sin vueltas y su humor sagaz, quedaron plasmados en la correspondencia que intercambiaba con sus amistades. Era directa, se aburría fácil y le gustaba pintar desde las entrañas.

Redefinió la figura femenina y las características de lo que era “ser mujer”. Se pintó con bigotes, uniceja y hasta vestida de hombre. Frida era un pedacito andante de México, con sus malas palabras autóctonas, que llevaba de viaje a San Francisco o París, las polleras de Tehuana y las joyas precolombinas; una artista nacida de la desesperación.

Fue revolucionaria en el campo de lo personal, que el tiempo se encargó de tornar en político. Fue ambigua, talentosa, decidida y apasionada. No fue un personaje cómodo ni cordial; era ella misma todo el tiempo: cuando convenía, cuando se pintaba, cuando dolía, cuando divertía y, cuando no, también. Se pintaba a ella misma porque era lo que mejor conocía y adquirió la suficiente sabiduría como para condensar en una breve frase un consejo infalible: “Donde no puedas amar, no te demores”.

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