Muchos de los que visitaron África tienen su anécdota sobre el transporte público. Todas tienen cosas en común, aún así me encanta contar la mía, que para nosotros fue muy especial.
Teníamos que viajar desde Mbabane en Suasilandia hasta Maputo, la capital de Mozambique. Nos separaban de nuestro destino alrededor de 200 km y un paso fronterizo, que en tiempos africanos, según nos habían dicho, es casi un día entero de viaje.
Para prevenir cualquier imprevisto, el día anterior averiguamos si salían “yapas” los domingos y desde dónde. Para eso tuvimos que recorrer las calles del lugar, encontrar la terminal y, entre el mar de combis blancas, la precaria estructura de chapa que llaman “oficina”. Número de teléfono de contacto no hay y mucho menos página de internet.
Las yapas (en portugués “chapas”, lo escribo con “y” por la pronunciación) son unas camionetas bastante viejitas que en general tienen capacidad para 12 personas, 4 filas de 3 asientos contando la del conductor. En este caso, esa fue la gente que viajó, calculo que por la distancia y el cambio de país, pero en tramos cortos y sin controles los motoristas meten tanta gente como permita el volumen del vehículo. Cuando es así van acompañados por un cobrador.
Una vez en la caja de una pick up metimos 18 personas. La mayoría íbamos sentados en el borde agarrándonos entre nosotros y de otras cuatro humanidades que, tiradas en el piso, nos servían de ancla. Dos más, parados contra la cabina completaban el tetris de gente. Un bloque húmedo y perfecto que se elevaba y re acomodaba con cada irregularidad del camino.
Gracias a nuestra investigación del día previo, aquel día llegamos relativamente temprano, alrededor de las 9 de la mañana, y nos paramos en el lugar indicado. Una vez ahí nos entregamos al collage de idiomas.
Con el muchacho de la oficina nos podíamos comunicar en inglés, pero sabíamos que siempre es bien recibido un saludo en el dialecto local. Así que ensayamos un aparatoso pero modulado “sawbona” que en suasi quiere decir buen día. Luego de una brillante sonrisa nos contestó el saludo y adivinando que era lo único que sabíamos decir, continuó la charla en inglés.
Con el resto de la gente que esperaba, el muchacho hablaba en portugués, con lo cual supusimos que eran mozambiqueños. Esto nos vino increíble para practicar las pocas frases armadas que nos habíamos aprendido en shangana, un dialecto bastante utilizado en Maputo.
Todos juntos a modo de coro, entonamos un “lixile” (buen día) y luego de que ellos repitieran retrucamos y tiramos un ambicioso “¿unshani?” bastante flojo de pronunciación, que quiere decir ¿cómo estás? La señora que teníamos más cerca (que luego nos enteramos que se llamaba Verónica) después de una carcajada, soltó una catarata de frases de las que no entendimos ninguna y nos dejó congelados mirándonos entre nosotros.
Pau, al ver nuestra incapacidad para responder activó el plan B diciendo: “Ni bula bula shi shangana kutsongo niana” (hablo muy poquito shangana) y luego de otra fuerte risa general, continuamos la charla en portugués.
Había 5 personas esperando y con nosotros cuatro y el motorista sumábamos 10. Imaginabamos la respuesta pero aún así no podíamos dejar de preguntar “¿ainda chota?”, una construcción de “todavía” portugués y “falta” en shangana.
Con cara de no entender y como si estuviésemos preguntando la más evidente obviedad nos contestaron que faltaban dos personas. Sin importar el lapso de tiempo que esto represente, cuando aparecieran dos nuevos interesados en ir a Maputo, la chapa emprendería su camino. Escuche por ahí que a los africanos nos los corre el tiempo, sino que ellos lo corren a él. La paciencia es una virtud que tienen mucho más desarrollada que nosotros (o al menos que yo) y hacen de esperar un arte.
Tuvimos suerte, pasada una hora y media, completamos el número necesario y partimos, apretados y tapados de bultos. Promediando las diez de la mañana el sol se hacía sentir y el calor se ponía intenso. El piso de la combi se calentaba con el motor derritiendo las suelas de mis ojotas y la transpiración producto del roce con los vecinos formaba un caldo en los valles de los asientos.
Pasamos 5 horas en ese horno de lata del que solo bajamos para hacer los trámites de migraciones, mientras comíamos una refrescante manzana. Aún así disfrutamos cada momento de aquel viaje.
Todos juntos como una gran familia que se va de vacaciones fuimos conversando e intercambiando ideas, aprendiendo shangana y sacándonos fotos. Aunque tengo que admitir que por momentos la comunicación se complicaba y alguno que hablaba algo de inglés nos apuntalaba.
Obstinados, los argentinos íbamos tomando mate y haciéndolos experimentar. Nos encantaba escuchar sus dudas sobre los efectos y la legalidad de la yerba y sus caras de asco cuando chupaban de la bombilla. La palabra “anima” era el comodín para hacerles entender porque lo tomábamos con semejante calor.
En un momento le preguntamos a mamá Belén, una de las señoras más entusiasmadas con la charla, si tenía hijos. Claramente dimos en el clavo. Sonrió con pasión y luego de hurgar en su capulana (pollera con estampados coloridos) saco un pilón de fotos y comenzó. Uno a uno, previa introducción, nos mostró a sus 12 hijos y 32 nietos. Más contenta aún se puso cuando Fer le dijo que se llamaba Fernando, como su padre y uno de sus hijos. El asunto de los “sharas” (tocayos) es para ellos muy importante ya que intentan dar con el nombre una determinada personalidad y encontrarte con el tuyo o el de tu hijo, es como cruzarte a un familiar. Una bonita coincidencia que merece un fuerte abrazo.
Me siento con el derecho de decir que ese día estuvimos bien africanos. A pesar de invertir un día entero en viajar un tramo corto, no podíamos sacarnos la sonrisa.
Así, luego de varias paradas para dejar gente y que el motorista se ponga al día con algunos amigos, fuimos llegando a Maputo. Empapados de sudor y de historias nos bajamos en la terminal. Después de la ceremonia del saludo, llena de bendiciones, manos estrechadas y besos, agarramos nuestras mochilas y seguimos camino a pie, con la alegría de haber vivido una linda experiencia y con la certeza de estar prontos a vivir muchas más.
Wacho es lo mejor que me pasó en el subte