Por Matías Ferán
Es una noche de mayo, una noche fría y húmeda de otoño. Esta semana despedí lo que quedaba de mis veintes para terminar entrando en la treintena. Son cambios para los que uno dice estar preparado, pero cómo estarlo realmente si lo que está por venir es impredecible.
Una de estas noches en las que combato el insomnio imaginando al amor de mi vida mientras de fondo la tele encendida. En medio de la madrugada, cuando solo se escucha al viento haciendo temblar las ventanas, recibo un llamado. ¿Quién llama por teléfono a esta hora? y además ¿quién llama por teléfono hoy en día pudiendo mandar un mensaje? El número no lo conozco pero atiendo preocupado y una voz al otro lado me dice que “La Dama” ha regresado, que leyó mis cartas y que desea verme. Que un coche pasará a recogerme en media hora, que vaya con mi mejor ropa. Todos estos años de cartas y admiración embriagada parece que dieron resultado. ¿Pero para qué querría verme? ¿debería confiar en todo esto?
Me entrego al frenesí, convencido que mis flamantes treintas están hechos para tomar decisiones sin pensar demasiado. Me propongo entrar a esta década como no lo hice diez años atrás. Entonces, abro el armario, saco una camisa, me pongo perfume, me vuelvo a cambiar la camisa por otra y dudo. Dudo si debería preocuparme por la ropa interior. El boxer que traigo puesto está bien pero tengo uno mejor, uno para ciertas ocasiones. Bueno, igual esta no debería ser una de ellas y además no es algo que esté buscando en La Dama, pienso. Termino de cambiármelo cuando de pronto suena el timbre.
El coche, una coupé fuego colorada me recoge en la esquina y atraviesa Buenos Aires contra viento y lluvia hasta meterse en una callecita desconocida de Recoleta. Una calle que termina en lo que parece ser un petit hotel, típico de acá. Me bajo sin mediar palabra con el conductor, que pone primera y me deja solo frente al palacete con una luz encendida en una de las ventanas de la planta alta.
En este punto, cómo no estar nervioso. Quiero decir, quién mejor que ella, con toda su experiencia, como para pasar una noche así. Cualquiera sea el plan, me inquieta de pensarlo. Su sola presencia casi me castra.
En este punto, el hecho de que no me gusten las minas pasa a ser un detalle al lado de que ella es la insaciable, la viuda descocada, la Diosa impura del cine erótico. Si no puedo con la Coca Sarli no es por mi putez sino porque ella supera a cualquier fantasía habida y por haber.
Tantas cartas que le mandé en su momento, buscando tener una charla interesante, existencial con ella y ahora acá, a las tres treinta y tres de la mañana cruzando el umbral de un lugar antiguo, muy bien cuidado, repleto de fotos de otros tiempos, recuerdos de famosos, sillones de terciopelo rojo y varios gatos que se pasean por ahí. Su voz me llama desde su habitación. Yo con una timidez traída de la pubertad, me acerco lentamente y cruzo el umbral hacia su enorme cama donde ella me espera con una bata de zebra, un turbante a lo Gloria Swanson y una copa en la mano.
Ni el trueno entre las hojas, ni la fiebre que emerge de mi pecho pueden nublar los nervios y las ganas que ahora tengo. Sabe que estoy nervioso así que me incita al alcohol. Yo saco un “cuaderno gloria” del bolsillo de mi abrigo, dispuesto a hacerle un par de preguntas pero ella se echa a reír, arroja la libreta a un costado, espantando a uno de los gatos. Me río tímido sin quitarle la vista de las tetas. No sé desde cuando yo soy capaz de exitarme con una mujer, pero bueno ella es La Dama. Cuando estoy a punto de decirle algo, un piropo, una palabra amable -no me sale ser lascivo- ella me calla con un dedo sobre los labios. Me toma de las solapas de mi abrigo, me tira hacia la cama. Yo intento sacarme muy torpemente la campera, los borcegos y el chupin apretado. Toda ropa ajustada, imposible para la situación. Se tira sobre mí, refriega sus pechos sobre el mío, su nariz roza la mía y en ese punto casí que sé lo que tengo que hacer. Pongo mis manos sobre su cintura, la acaricio hasta llegar a sus nalgas. Ella me sonríe, espera algo de mí que ahora estoy dispuesto a dárselo. La quiero besar pero no se deja. Quiero tocar su cuerpo con mis manos, como si mis manos fueran las de Armando. Entonces ella se vuelve a acercar a mí, me mira fijo y de su boca emerge una voz impostada y neutra que me dice: “Fin de espacio publicitario”. Yo la miro confuso y ella no hace más que reír. El viento suena más fuerte, todo tiembla, las ventanas se abren de par en par y ahí estoy yo, despierto, todo mojado en sudor. En mi monoambiente, con las ventanas que se acaban de abrir por la tormenta, una erección y la tele encendida con la Coca nadando desnuda en “El trueno entre las hojas”. Miro el reloj y son las tres treinta y tres. Cierro la ventana y vuelvo a la tele, donde mi musa se sigue riendo de mí.
El texto surgió en el Taller de Escritura Creativa de Revista Wacho.
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