Por: Sara Lopreto
Me dice que soy muy inteligente y me acaricia la cabeza. La palma de su mano está llena de callosidades y, cuando la desliza por mi pelo, siento cómo se enganchan, generando micro tirones. Es curioso, porque puedo sentir lo áspero de su piel como si estuviese acariciándome la cara. La caricia, que nace con el propósito de expresar cariño y generar placer, es interceptada por pequeños obstáculos, generando fricción. La conclusión me acongoja, pero me acurruco en el sillón y me dejo complacer por ese contacto rudimentario que hasta hace poco me parecía fascinante, más por lo que no me dejaba ver que por lo que me hacía sentir.
El placer; eso es lo que trabajo en terapia. Aprender a desear, ponerme primera, concederme satisfacción. Tengo muchos ‘mi psicóloga dice’ en mis conversaciones de Whatsapp, y en mi cabeza. A veces me angustia pensar en que me cueste tanto entender mi deseo. O sentirlo. O priorizarlo….ni siquiera sé qué palabra se usa ¿Quién me robó la capacidad darwiniana de ponerme primera, buscar lo que quiero?¿Acaso nunca la tuve?
Marcos hace como que su mano izquierda es una persona y los dedos índice y medio, pequeñas piernas con las que recorre, torpe, el contorno del lado izquierdo de mi cuerpo. Él está sentado en el sillón y yo acostada con la cabeza en su regazo. Me habla de algo que comió la semana pasada. Un matambrito de cerdo que consiguió no sé quién en no sé dónde, tan tierno que se cortaba con tenedor, dice, tan sabroso que no le pusimos ni sal. Su relato me da asco. No sé si es por el regocijo que encierra la descripción pormenorizada de algo tan burdo o si es porque estoy harta de tenerlo al lado. Tal vez sean las dos. Ayer, por primera vez, me animé a decírselo en voz alta a una amiga: Marcos me tiene harta. Qué culpa me da decirlo, pero qué alivio sacármelo de encima.
Cada paso que dan las piernas-dedo me irrita. Siento la punta de sus dedos presionando contra mi cuerpo y la sensación carece de armonía a tal nivel que hasta creo que siento tristeza. Me siento víctima de un pelotudo, perdiendo mi tiempo acostada en el sillón y escuchando los pormenores de cuatro tipos engullendo un cacho de carne. ¿Cómo puede creerse tan importante como para pensar que esto es algo digno de ser contado? La descripción de la situación me genera tal rechazo que me incorporo rápido, digo algo que ni yo entiendo bien y me encierro en el baño. Es un desafío encontrar sosiego emocional en los confines de un monoambiente con distribución errática.
Cierro la puerta del baño apenas entro. Siento un alivio tan grande que mi cuerpo enseguida se relaja y respiro hondo. Me miro en el espejo que cuelga encima del lavamanos durante varios segundos. Estoy seria, muy seria. Conozco bien esta expresión en mí. Durante los segundos que me observo en el espejo me digo muchas cosas que probablemente jamás diría en voz alta. Entiendo más en este breve instante que en años de terapia. A veces hace falta llegar al límite para que la lucidez venga al rescate, sentir que no se puede ni respirar para darse cuenta de que estás sosteniendo elefantes sin ningún sentido. Ojalá nunca más llegue hasta acá, ojalá nadie lo haga; pienso.
Bajo la tapa del inodoro y me siento. Escucho que afuera Marcos pone música. No me gusta lo que elige y no me sorprende, a esta altura mi desprecio es tan grande que hasta me avergüenza. Jamás voy a confesar el desdén que siento por este hombre al que alguna vez amé. Se me viene a la mente la canción “Cómo fuimos a parar del cielo a este lugar…”, creo que la canta Bacilos. Ahora este estribillo pedorro se me clava en el pecho como si se tratara de una verdad revelada. Nadie nunca va a saber que yo, la de los posteos positivos en Instagram y la amante de los cachorros, siente ahora la necesidad imperiosa de formar un hogar en un baño de monoambiente para no tener que verle la cara al tipo con el que duerme todas las noches.
En un ágil movimiento agarré el teléfono de la mesa en la que estaba apoyado antes de entrar al baño. Abro Whatsapp y archivo el primer chat que tengo. Es el de Marcos y tiene un emoji de corazón. Gruñó y lo hago desaparecer. Abro el Whatsapp de mi amiga Gloria y escribo: no lo aguanto más, no entiendo qué me pasa. Tardé algunos segundos en encontrar el emoji del monito que se tapa los ojos, pero lo encuentro. Le agrego otro que llora. Necesito de todos los recursos para expresar con precisión este desmoronamiento cruel y apático de lo que hasta hace cinco minutos era un paraíso de normalidad. Miro el mensaje antes de mandarlo. Lo envío. Gloria no abre Whatsapp hace 20 minutos. Sigo mirando mi mensaje ya enviado y pasa lo que me temía: una culpa mesiánica se apodera de mí, flasheo espías, amigos en común acusándome de ser una hija de puta, amigas diciéndome que no me entienden, La nación.com publicando una nota de mierda sobre el síndrome de no sé qué. Borro el mensaje enviado. Es mejor no hacer declaraciones cuando una se encierra en un baño para esquivar a su novio.
Marcos da dos golpes suaves sobre la puerta cerrada y pregunta con su voz dulce: ¿todo bien? No puedo evitar pensar en que existe un tono universal que todo varón utiliza para hablarle a una mujer cuando está en el baño hace mucho y no sale. Es un tono tan trabajado, específico y antinatural que genera entre risa y molestia. Un tono suave, que intenta ser respetuoso y dulce, pero que se mezcla indefectiblemente con el pánico que produce el abanico de situaciones que podemos estar enfrentando ahí adentro.
– Todo bien, ahí voy – contesto; con un dejo de resentimiento en mi tono que él jamás percibiría, o al menos eso creo.
No hubo respuesta y la música se escuchó más fuerte. Suena ‘Love me do’ de los Beatles. Me agarro la cara con ambas manos, mis palmas son suaves, suelto un gruñido comprimido para que no se escuche a través de las estrofas de la canción, respiro hondo y me levanto. Me miro al espejo, me mojo la cara con agua más fría de lo que me hubiese gustado. Me seco con la toalla, la mancho con maquillaje, me arreglo el delineador corrido con un dedo mojado. Agarro el picaporte de la puerta y siento que mi mano es de piedra. Qué pánico me da salir de mi trinchera improvisada. Abro despacio la puerta e instantáneamente mi cara de culo recupera su esplendor. No entiendo cómo Marcos no me dice nada, ¿No se da cuenta de lo que pasa?¿Nada le hace ruido? ¿Qué tengo que hacer para..?
Me agarra de la cintura, se pega a mi cuerpo e intenta generar una situación de baile. Nada en mí indica estar disfrutando del vals improvisado pero no sé cómo safar. Hago un esfuerzo sobrehumano por poner mis brazos alrededor de su cuello. Apoyo la cabeza en su hombro y me abandono, una vez más, a no poder hacer otra cosa que acomodarme a lo que se presenta y, sin exagerar, siento que una parte de mi se muere un poco, ahogada.
Siento su perfume y sé que ya no va más. Lo escucho tararear y siento angustia por no poder comunicarle que necesito salir ya mismo de la convivencia que elegimos hace tres años. Intento abrazarlo fuerte y mis brazos no responden, como si fueran el único bastión de mi cuerpo que obedece a mi deseo, que no se subleva. Lo agradezco profundamente. No lo quiero abrazar y mis brazos no van a ejercer presión sobre su cuerpo. Tan físico y contundente como eso.
Se termina la canción después de una eternidad y el hombro de Marcos está empapado. Me abraza fuerte, pero lindo, y por su respiración entrecortada adivino que él llora también. Cierro los ojos y el estómago se me da vuelta, la garganta se me cierra, los brazos reaccionan y esta vez quieren.
Lo estrujo y siento ese calor repentino que surge cuando un abrazo no alcanza e irradiamos una energía que no sabemos ni de dónde sale. Lo abrazo muy fuerte, estoy aliviada, lloramos y entendemos lo que no nos estamos pudiendo decir hace rato. Estamos parados en el medio del departamento y empieza la siguiente canción. Sé que hoy ya no vamos a dormir juntos y que el baño va a dejar de ser mi trinchera.
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