Tenés que ver el impresionante mundo de Studio Ghibli


Creo que tenía once años cuando me crucé por primera vez con un póster de El Viaje de Chihiro. Estaba transitando ese pequeño paso incómodo entre la niñez y la adolescencia, ese donde las hormonas empiezan a brotar sin pedir permiso, las películas de dibujitos se cambian por alguna de terror y la rebeldía sin razón está a flor de piel. Básicamente, era un mocoso inconsciente que descubría el mundo adulto y le cerraba la puerta a cosas que hasta hoy, por suerte un poco más (in)maduro, me sacan una sonrisa. 

Pasaba de una realidad a otra, y repleto de preconceptos decidí darle la espalda a Chihiro y su mundo imaginario. ¡Qué pelotudo! Un buen correctivo y algo de insistencia hubieran surgido efecto. Pero el tiempo, la mente y los gustos son sabios. Casi dieciocho años después me encontré de casualidad con el universo del Studio Ghibli y quedé perdidamente enamorado. 

Me agarró de sorpresa. Tenía 28 años y pasaba por uno de los momentos más duros de mi vida. Me había ido a vivir a un campo en el medio de Australia solo y sin internet, intentando aclarar las ideas y darle un poco de sentido a muchas preguntas existenciales -y otras no tanto. Lo único que me rescataba de delirios y filosofía barata era un pequeño televisor que sintonizaba ocho canales digitales y en HD. Cuatro de ellos eran noticieros, y otros cuatro se repartían entre cine, reality shows y dibujitos como Plaza Sésamo o Barney. Uno de esos fue el que me salvó de vivir perdido en el aburrimiento en el medio de la nada: se llamaba Viceland y se jactaba de pasar el mejor cine del mundo. Y digo “mundo” porque pocas eran en lengua anglosajona. Una catarata de películas en distintos idiomas que me transportaban por una o dos horas a otras realidades. Francés, japonés, chino, hindi y hasta un porteño encarnado por Daniel Hendler. 

Durante todo el primer mes que pasé en el campo, repitieron sin cansancio todas y de forma maratónica las películas de Studio Ghibli. Había algún motivo que no recuerdo bien… quizás un aniversario o alguna fecha japonesa a considerar, y por eso todos los fines de semana desde las 7 de la mañana los dibujos japoneses aparecían una, otra y otra vez en mi vida. Primero me encontré con Arriety y su mundo diminuto. No entendía en ese momento con lo que me estaba topando, pero esa hora y media me dejó un gusto dulce y adictivo que me hizo querer más. La sutileza de los dibujos, los detalles, los guiones rozando lo más filosófico y a su vez la niñez, el drama, la nostalgia, el amor… todo junto y bien contado. ¿Qué más podía querer? ¿Qué más me podía ofrecer ese pequeño televisión?

Después llegó Mi Vecino Totoro. Y ahí sí que cambió todo: hubo amor a primera vista. Del que te deja pensando, pensando y pensando. Suena a cliché, ¡y claro que lo es! Porque ese viaje imaginario me sacó desde risas hasta lágrimas. El amor de hermanxs, la familia, el drama de una enfermedad, la ingenuidad, y una mezcla perfecta entre mitología y fantasía que me obligó a verla cada vez que la repetían en Viceland- y creeme que fueron muchas veces. 

A partir de ahí, llegaron como catarata y me atravesaron el inconsciente al punto de hacerme soñar que volaba con la escoba de Kiki por los cielos de Kyoto (Kiki: Entregas a domicilio) o me sumergía en los inicios de la Segunda Guerra con Jirō Horikoshi (El viento se alza). Entre ese océano de historias fantasiosas -y no tanto- decoradas con el mejor pincel, caí de nuevo en ese póster que a los once años me había sacado el sueño, pero ahora, dieciocho años después, abierto y entregado a que el mundo de Chihiro me penetre. Esa primera imagen del auto por los campos japoneses, la entrada al parque de diversiones abandonado, los chanchos, la llegada de Haku, el dragón, los Kaonashis y todas esas criaturas que van apareciendo poco a poco en su aventura; me conquistaron sin razón. Ese pibe perdido a los 28 años en el medio de un campo, hablando un idioma desconocido, sin familia, sin amigos, desconectado e intentando responder preguntas que quizás hasta el día de hoy tiene; encontró en ese “viaje” una compañía. Una respuesta. Una salida. 

Las películas de Ghibli siguieron llegando -literalmente fue un mes donde se repitieron una, otra y otra vez-, y me reconciliaron con la idea de que uno no solo se puede enamorar de una persona. Y así como hay amores que van y vienen todo el tiempo, el mío con personajes como Chihiro, Kiki, Totoro, Arriety o Jirō es igual: quizás pasen meses o años hasta que vuelva a encontrarme con ellos, pero cuando por alguna razón aparecen frente a mi, no tengo escapatoria. Esa hora y media de locura japonesa me devuelve a esos once años y, sin correctivo mediante, hace las paces con ese adolescente que creía que el terror o Venus con rayitas era mejor opción que un dibujito. 

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