Se abrochó lento, como si el tren lo esperara, cada botón de su camisa. Después, agarró el pañuelo rojo y negro, lo miró por un segundo, y lo enroscó en su cuello. Entre las manchas del espejo, se espió los ojos, y pasó sus largos dedos, peinando lo poco que le quedaba de pelo. Por último, buscó el saco y el sombrero marrón que estaban sobre la cama, se los puso y salió a la calle.
Era una típica mañana de agosto en el pueblo, el aire frío le abría los ojos, y el sol de invierno se los cerraba. Caminaba a paso lento pero firme, como decidiendo cada movimiento que daba. Sabía que cada metro lo acercaba más a la estación, pero no quería acelerar su cansado cuerpo. Todavía sobra tiempo, pensó, mientras un perro le rozó el pantalón, como si fuera un fantasma. Cuando llegó a la esquina del bar de Oscar, miró para adentro. Quería saludarlo, pero la oscuridad no lo dejó ver si había alguien. De todas maneras alzó la mano derecha, por si acaso. No se animó a decir nada. Faltaban dos cuadras nomás. Ya había quedado atrás el asfalto, y ahora la tierra y las piedras eran el nuevo desafío para los viejos tamangos. Tropezó tres veces, como Jesús, pero nunca llegó a caerse. Sus años arriba del caballo le habían dado un equilibrio inquebrantable, a pesar de su edad. Sin embargo, los tobillos se astillaban por la tosca de un invierno seco y las rodillas le temblaban por el peso de los muertos que cargaba su espalda. Pero nada lo haría frenar. La estación estaba ahí, en frente de sus ojos.
Se hizo visera con la mano, a pesar de llevar un sombrero, y miró para un lado y para el otro. No se escuchaba sino el ruido de los chimangos y las palomas persiguiéndose. Algún ladrido perdido sin dueño, y las langostas que saltaban de sus zapatos a los pajonales. Se refugió en la sombra del techo de la estación. La pelea con la tierra y las piedras le habían dado calor. Sacó un pañuelo de tela blanco y celeste, y se lo pasó por la frente. Lo guardó seco, tal como lo había sacado. Fue hasta la ventanilla, pero no había nadie detrás. Asomó la cabeza, y el sombrero golpeó contra la pared y cayó al piso. Las rodillas tronaron cuando se agachó a buscarlo. El equilibrista casi pierde los estribos, pero pudo incorporarse a tiempo. Sintió vergüenza de que lo hayan visto. Se tapó media cara y se fue rápido para el lado de los andenes. Todo el asunto lo aceleró así que se dejó caer sobre un largo banco de madera que estaba a unos metros de las vías. Ahí se dispuso a esperar. Estuvo casi una hora, sin moverse, tratando de recuperar las fuerzas. El silencio, ahora, era mayor. Ya no se escuchaban los ladridos ni las langostas. Tan solo algún grito de chimango perdido que retumbaba por las paredes de la vieja estación. Quizás es demasiado temprano, pensó el viejo, mirando al sol para adivinar el tiempo. Quizás es demasiado tarde, afirmó, mirando los yuyos crecidos entre los durmientes rotos. Se levantó, y caminó hasta la esquina. Ya no quedaba ni barrera, ni olor a carbón quemado.
De vuelta a la casa, volvió a tropezar alguna vez. También pasó por la puerta del bar de don Oscar, pero no quiso saludar. Llegó hasta la puerta de su casa con el sol cegándolo. Se hizo visera nuevamente, y esta vez sin sombrero, que lo había olvidado en el largo banco de madera. Metió la llave temblorosa y dando un pequeño empujón entró a su casa.
Se desabrochó lento, como si el tren lo hubiera abandonado, cada botón de su camisa. Se desenrolló el pañuelo y lo tiró en la cama. Después fue hasta el baño, y entre lo poco de espejo que quedaba, vio sus ojos hundidos. En sus cuencos se formaron unas pequeñas lagunas. Sacó el otro pañuelo, el de tela celeste y blanca, para secarse. Pero ya era tarde. Ahora, las lagunas, eran ríos que bajaban por las canaletas de sus pómulos, y el único ruido eran las gotas golpeando el piso helado. Ya es tarde, pensó.
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