Por: Santiago López Quesada
Cada viernes, después de clase, se armaban picados en el patio del colegio. Cuando eran muchos, el profesor de gimnasia, los separaba aleatoriamente en cuatro equipos y jugaban todos contra todos. El ganador se llevaba los alfajores y las cocas que habían sobrado de la semana.
Una tarde pegajosa, llegando casi a fin de curso, la asistencia fue perfecta. Cuatro equipos completos con un suplente cada uno. Ahí estaban, claro, Mati y el Gaita, de cuarto grado. Andaban siempre juntos afuera de la cancha. Y también adentro. Los hermanos Corioto le decían los amigos. En ese entonces, la única diferencia que parecía existir entre ellos, era el cuadro de fútbol.
Desde que el tío de Mati murió en un choque hace un año, el pibe jugaba siempre con la camiseta que este le había regalado. Una que tenía el azul más oscuro y brilloso, con Parmalat en la franja amarilla del medio, y el siete del Manteca Martinez en la espalda. Decía que le traía suerte. En cambio el Gaita, de mejor pasar, siempre andaba estrenando pilcha y casaca. La última, una de manga larga con muchos escudos dispersos por la remera y las tres franjas rojas en las mangas, además de la que cruzaba en diagonal. Y la marca de la birra en el centro. Cuando arrancaba a gambetear, se relataba a él mismo “la lleva Orteguita, la tiene, le pega…”
Ese día les tocó en equipos diferentes. Después de ganar cada uno los dos primeros partidos, llegaron a una especie de final en la que el equipo que ganaba era el campeón y se morfaba los Jorgito. En caso de empate se definía por penales.
Fue un primer tiempo trabado, bastante mal jugado. El equipo del Gaita tuvo más la pelota, pero el que pudo meter un gol fue el rival. Pase de Mati y gol de Moreno empujándola medio mordida a la pelota. Se fueron al entretiempo uno a cero arriba.
Arrancó el segundo con Mati en el banco de suplentes. El equipo que iba perdiendo siguió manejando la bola, con el pequeño Ortega a la cabeza. Así llegaron al empate y hasta lo dieron vuelta. Faltaban cinco minutos y la victoria y el campeonato parecían ya en el bolsillo, hasta que Soto, agarra la bocha en la mitad de la cancha, se saca de encima a Monti y a Petraza, y cuando está a punto de definir a un palo, siente una patada de atrás que lo tira a la mierda. ¡PENAL! No hace falta ni VAR ni nada, un penalazo acá y en Japón. El referí cobra.
Mati y los compañeros se le van al humo al que metió tremenda murra. En eso, los compañeros del verdugo se le plantan. El profesor, devenido en referí, intenta calmar los ánimos. Algún padre que hay mirando, se mete a sacar al hijo para que no le peguen, para que no lo acusen, para poder decir orgulloso en las reuniones de padre “mi hijo no fue”.
A Soto, que seguía agarrándose el tobillo, doblado de dolor, lo sacan entre dos compañeros de los equipos que ya habían perdido antes. A Silvera, el chico que pegó la patada lo tienen agarrado entre tres. Lo forcejean, lo insultan, se acuerdan de la madre. No tiene a su padre mirándolo de afuera. No lo tiene ni siquiera en su casa. Pero ellos no lo saben, o lo olvidaron, y siguen ensañados en gritarle a la cara el penal que hizo, en lo mala que es su leche. Le rompen la camiseta del Milan. Le rompen el llanto. Se tapa con las dos manos, moquea.
El Gaita llega de atrás y le pone una trompada a uno de los tres. El de la izquierda gira para mirarlo y también se come un bife. Está desencajado. Cuando estuvo a punto de voltear al tercero, apareció Mati y lo cruzó feo, derechito al mentón. Hubo un pequeño silencio casi imperceptible. Como si esa piña les hubiera dolido a los dos. Eran los hermanos Corioto batiéndose a duelo.
El Gaita se alejó agarrándose la cara, tomó impulso y se le tiró encima. El profesor, que había quedado rezagado separando a otros dos, tardó un rato en intervenir. Los otros padres se hacían los boludos consolando a sus hijos que ni siquiera estaban raspados. La mayoría de los pibes miraba incrédulo, y algunos gritaban excitados ante la pelea de dos grandes amigos. Otros se murmuraban cosas. Las piñas entre estos dos seguían y las acompañaban con alguna puteada, como para darles fuerza.
“Gallina cagón” “Bostero sucio” “con esa camiseta no le podés pegar a nadie, amargo” “¿y la tuya? ¿De qué año es? Negro de mierda” “Vení para acá puto, te voy a matar así hay un gallina menos”
Las últimas las escupieron con un poco de sangre, hasta que por fin apareció el profesor de gimnasia y los cazó de una oreja. Se los llevó para el comedor que estaba justo detrás del patio. Ahora sí, el silencio era ensordecedor. Varios padres aprovecharon para irse a la mierda, otros para darles lecciones morales a sus hijos, y alguno se acercó a chusmear que pasaba.
En un banco estaba el Gaita con su camiseta de River mucho más roja de lo común, y con el cuello rasgado en la parte izquierda. Del otro lado de la mesa, sentado en otro banco, Mati, con el Parmalat colgando y una manga menos. En el medio, todavía había bronca, y empezaba a asomar la vergüenza. El profesor los miraba serio, a uno y al otro. Movía la cabeza pidiendo explicaciones.
-Él empezó –acusó el Gaita con el dedo y con todas las ganas.
-Qué decís, estúpido. Vos le estabas pegando a Moreno y a Seba…
-Porque eran tres contra uno. Eso es de cagón.
-Vos sos el cagón, sos hincha de River.
-Callate, bostero puto.
Mati saltó encima de la mesa que los separaba y se le fue al humo, pero esta vez el profesor puso los brazos en el medio y los empujó cada uno para su lado. Se callaron, por fin, y se quedaron quietos. Pero se siguieron mirando con bronca, durante un tiempo largo.
Esa tarde, los pocos pibes que quedaron de los equipos que habían perdido se llevaron los alfajores y las cocas. Los dos amigos se fueron, alejándose el uno del otro, lavando la sangre y las remeras con sus propias lágrimas.
El viernes siguiente, costó llegar a armar dos equipos. Varios estuvieron suspendidos, entre ellos, Mati y El Gaita. A otros, sus padres lo mandaron a piano, o natación, o les pusieron la tele.
Las manchas de sangre de las camisetas nunca salieron. El Gaita la tiró a la basura, y al poco tiempo tuvo una nueva. Mati la olvidó en un cajón. Un par de años después, cuando su familia tuvo que mudarse por falta de guita, la encontró ahí, sucia y con la manga rota. El siete del Manteca a punto de despegarse por completo y la humedad cubriendo cada parte azul y amarilla. Se la llevó a la nariz. El olor lo hizo llorar. Se secó con la camiseta, y después la dejó ahí. Se tuvieron que ir a otro barrio, y a otra escuela. Los amigos lo siguieron invitando a los picados, pero él siempre inventaba alguna historia para no volver a ese patio.
Una vuelta fue El Gaita, el que del otro lado del teléfono, lo invitaba al partido. Le había cambiado la voz. Tardó en creerle. Paseó por varios apellidos hasta que por fin se convenció de que era él. “jugamos contra séptimo, no podés faltar”. Lo saludó y cortó.
Ese mismo viernes, Mati llegó con su viejo hasta el patio de la escuela. Muchos de los padres, los miraban como si acabarán de cumplir una condena. Los pibes, en cambio, se le tiraron encima, lo llenaron de abrazos, lo maltearon y le preguntaron de todo. Su nueva casa, el nuevo colegio, el barrio, las chicas. El Gaita miraba desde lejos mientras picaba la pelota. Tenía puesta la camiseta de Aimar, su nuevo ídolo. Para cuando Mati logró sacarse de encima al último curioso, ya había entrado en calor y tenía los pelos para todos lados. Se sacó el buzo de su nueva escuela y abajo tenía su último regalo de cumpleaños y navidad adelantada. “La diez de Román, me la regaló mi papá” decía orgulloso.
Antes de que empezara el partido, el mismo profesor que los separó aquella tarde, se acercó a los dos.
-Ustedes sabían que Riquelme y Aimar son grandes amigos ¿no? –les dijo
Mati y El gaita lo miraron, levantaron los hombros, y entraron a jugar.
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