Que bronca, dolor, impotencia, angustia y miedo me da saber que un chico de mi edad estuvo 78 días hundido en un río helado.
Más terror me da saber que en esos 78 días y los días que siguieron hasta hoy, desde tierra firme lo movimos con más fuerza de la que pudo haberlo movido el agua.
Lo pusimos en un camión en Entre Ríos y de ahí lo llevamos en un 20% a Chile. Lo sentamos en una terminal de Tartagal y después lo subimos a una camioneta en Esquel. Y cuando supimos que eso ya era imposible, hasta nos dimos el lujo de circular lo que de él quedaba por Whats App.
Algunos con hipocresía y otros con verdadero dolor, empapelaron el país con su cara, pusieron su foto en los entretiempos de Argentina y llenaron las radios con la voz de un locutor pidiendo que, si sabías algo, aportaras tu dato.
No había nada más para aportar.
Los que si aportaron fueron todos los que quisieron aprovecharse de él. Todos los que especularon cuantos votos les podía sumar o restar mencionar su nombre. Todos los que miraron para otro lado y hoy están sentados con una calculadora pensando cómo les va a impactar esta noticia el próximo domingo.
Si pudiéramos decir que para algo sirvió esta mezquindad política, fue para que aquellos que toman decisiones tuvieran a su nombre picándoles la cabeza.
Quienes no necesitan excusas para recordarlo, son los que no lo describen como “el artesano”, los que no necesitan ponerlo en banderas, los que les importa poco si era hippie. Son aquellos para los que este chico de 28 años con barba va a seguir siendo el más chiquito de la familia.
Ellos no lo buscaron pensando en el 22 de octubre. Ellos nunca deberían haberlo buscado.
Esperemos que, por respeto a ellos, después de que se cuenten cada uno de los votos, todavía nos preguntemos ¿Qué pasó con Santiago?
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