Las imágenes empiezan a ser borrosas. La vista comienza a nublarse y la catarata de ideas que hasta hace un rato deambulaban en mi cabeza, pasaron a ser incomprensibles. Pensé que iba por buen camino, que los pensamientos se estaban acomodando de a poco…
Un calor incómodo e intenso me empieza a rodear el cuerpo. Desde lo más insulso e inútil de mis extremidades, hasta lo más interno. No me quema, pero me hace sentir que está ahí, prendiéndose a las paredes de los músculos y buscando una salida. Se entrelaza con mis venas y arterias, dándoles ese abrigo que nadie pidió. Esa bufanda en verano, sin pileta para refrescarse.
Estoy sentado pero ya no sé muy bien dónde. El pecho se me infla y las respiración se entrecorta. Es seca pero intensa. Dura. Como si lo estuviesen presionando con fuerza, pero no la suficiente para romperme el tórax en pedacitos. Aunque en este momento desearía que fuese así, y poder liberar un poco de la presión que me empieza a atormentar.
El fuego ahora sí me quema y un batallón de hormigas se pone de acuerdo para correr de punta a punta como si fueran bomberos del 9/11. Se apuran y clavan sus patitas en cada milímetro de piel que tengo. Van y vienen. Alocadas. Apuradas. Y no se dan cuenta que eso aviva la llama. Parece que no hay escapatoria. O no la encuentro.
La sien late. Esa venita inservible, parece ser la única por la que pasa toda la sangre de mi cuerpo. Se agranda y afloja al compás del repique de un tambor. Se hincha. Como si de repente todas las ideas que pudiese tener en mí mente se instalaron ahí, en huelga. Sin dejar pasar una nueva y atorando las viejas. Generando ese tránsito insoportable que hace que todo se vuelva aún más pesado.
Me paro en búsqueda de algo familiar. Algo que me devuelva un pizca de realidad. Estiro los brazos lo mas que puedo. Las hormigas ayudan, como si me estuvieran regalando dos o tres milímetros más de cuerpo. Los brazos se alargan. Tocó con las yemas de mis manos un vaso de vidrio frío. Lleno. Con la palma recorro las imperfecciones del vidrio que parece deformarse con la presión de mi mano. No hay fuerza para apretarlo. Solo lo acaricio, de a poco.
El frío me alivia. Me devuelve un poco al tiempo y al espacio. Al living de la cocina de la casa de mi hermano. A la silla de plástico que cruje por mi meceo constante. La botella de agua que sigue transpirando sobre la bandeja de plástico de flores que apoyé hace cinco minutos en la mesa. Las paredes blancas que hace poco me asfixiaban, empiezan a ceder y abrirse. Mis pupilas se agrandan por toda la información de golpe y la empiezan a procesar. La vena de la sien afloja el pulso. La llama se va apagando y las hormigas parecen transformarse en gusanitos lentos que masajean mi cuerpo. La tensión frena con la misma intensidad que hace poco me estaba atormentando. Mi respiración parece encontrar un ritmo y mi pecho se recompone. Toco mi tórax. Está intacto.
Los pensamientos en fila india empiezan a volver de a poco. Aparece por fin su imagen clara. Esa que parecía desvanecerse hace unos minutos. La miro fijo, la envuelvo y dejo que por fin el pánico se la lleve.
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