Nos robaron ese beso


Si no fuera porque es domingo, diría que hoy se parece a un domingo. En realidad hoy es un día que todavía no se inventó.

Sobre la avenida Santa Fe no pasan autos, bicicletas, motos o taxis. Ni siquiera hay colectivos. Son las cuatro de la tarde y el sol quema hasta en la sombra, pero no hay nadie para atestiguarlo.

Soy el único sobreviviente en este espacio de cemento desierto que alguna vez acostumbró estar atestado de gente, ruidos y olores.

Estoy cometiendo un acto ilícito, lo sé. Si me frena la policía no tengo excusa para justificar mi paseo. Solo puedo decir que me sentía ahogado, asfixiado en la comodidad de mi hogar.

Necesitaba salir. Necesitaba que fuera sin las perras o una bolsa de supermercado. Quería caminar sin un objetivo concreto. Hacerlo porque sí, porque se me dio la gana.

Giro en la esquina de Azcuénaga y el sol desaparece. La altura de los edificios se lo traga, solo los privilegiados del último piso disfrutan su luz.

Camino unos diez metros, paso por la casa de relojes, la de bombachas y el lugar de las cortinas fucsia que nunca supe lo que vende, todos están cerrados. El único abierto es el chino, que en realidad no es chino sino taiwanés. 

Cuando estoy a menos de un metro de pasar por su puerta, aparece un tipo de la nada y me pide diez pesos para comprar una cerveza y una bolsa de pan lactal.

Le digo que con diez no alcanza y me responde que ya tiene 150 y que el chino le fía el resto. 

Como no tengo efectivo, ofrezco pagarle con tarjeta. A partir de ese momento me empieza a decir Rey. 

Entramos juntos al supermercado, él saluda a todos con beso y todos le devuelven un abrazo. 

“¿Rey, te gusta el pan con semillas?”

“Sí, igual te tiene que gustar a vos”.

“A los dos Rey, si lo vamos a comer juntos”.

“¿La birra roja te gusta?”

“Si”.

“A mi me encanta”.

Cuando salimos del supermercado me pregunta: 

“¿Estás para ir a la plaza, Rey?”

Y yo, que solo tenía pensado salir a dar una vuelta le respondo que sí.

“Fabricio”, me dice y me estira la mano.

“Tomás.”

Me pregunta si soy del barrio, le digo que sí y me responde que él también. Me señala un edificio de mármol negro con una puerta verde que tiene un vidrio grande a la altura del pecho y la cara: “ahí vivo yo”.

Me cuenta que le gusta el jazz y que su músico preferido es Duke Ellington. Le cuento que a mí abuelo le encantaba, pero que nunca escuché nada.

“Qué lindo ser vos Rey y descubrir de nuevo a Duke”.

Empieza a tararear un tema y me agarra la mano como si me invitara a bailar. Miro alrededor buscando un testigo y solo encuentro a un ovejero que nos clava los ojos desde un balcón. 

“Qué culito Rey.”

Lo tomo como un halago y solo respondo: “extrañaba bailar”.

Cuando llegamos a Paraguay doblamos a la izquierda y el sol vuelve a pegarnos de lleno en la cara. 

“¿Por qué andabas solo?”

La pregunta me descoloca. Me sale responder que uno no puede caminar acompañando, que, de hecho, esto que estamos haciendo es ilegal. 

“Ilegal es tu culito”.

Dice eso y me río. Quizás en otro espacio, tiempo y lugar hubiera salido corriendo, pero hoy en este mundo irreal las palabras de Fabricio me caen bien.

Llegamos a la esquina de Uriburu y cruzamos en diagonal a la Plaza Houssay. No tiene ningún sentido respetar los semáforos.

Nos sentamos en el pasto, descorchamos la birra y abrimos la bolsa de pan. Cuando me pasa la botella limpio el pico con la parte de abajo de la remera.

“Qué feo, mirá que yo no tengo el bicho”.

“Yo tampoco, pero por las dudas”.

“Sos gracioso Rey”.

De repente, un patrullero frena en la esquina. Me pongo nervioso y se me cae la botella. 

“No los mires, no estás haciendo nada malo. Además, cuando te mandás una cagada, la regla de oro es actuar siempre normal”.

Fabricio sigue hablando pero yo dejo de escucharlo. No puedo dejar de pensar que lo que estoy haciendo es una locura y que quiero salir corriendo a encerrarme en mi casa otra vez.

El patrullero arranca y volvemos a quedarnos solos en este cuadrado de pasto.

“Me tengo que ir”.

“¿Te asustaste?”

“No, pero es tarde”.

“Si la estábamos pasando re bien”.

“Pero me tengo que ir”. 

“¿Te puedo pedir un favor?”

“Dale”.

“¿Antes de irte, podés bailar una más de Duke?”

Sonreí y antes de que Fabricio se pusiera a cantar yo empecé a bailar.

1 Comment

  1. Paula
    Responder

    Me encantó ésta salida.

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