Hay una canción de Sabina que me gusta mucho porque pienso que habla de mí, aunque en realidad no. Cuenta la historia de un tipo que se enamora de una mujer en una ciudad costera de España. En una estrofa canta que ella le dibuja un corazón en la espalda con la punta del dedo índice y él, para devolverle el gesto, le acaricia la pierna por debajo de la pollera, que él llama falda. Era una noche de verano, según cuenta Joaquín, y todo termina en un hotel y a los besos. La parte melanco llega cuando un año más tarde vuelve a buscar a su amada para otro revolcón veraniego pero ella ya no está ahí; y el bar bohemio en donde se escribieron mensajes secretos sobre la piel es ahora la sucursal de un banco yanqui. Bajón.
Tuve algunos amores de verano como los de Sabina. Elegimos, en vez de la piel, WhatsApp o Messenger para los mensajes y algo me dice que nos faltó poesía comparado a esa calentura que describe en “Y nos dieron las diez”. De todos modos, para mí, fueron una peli y, de haber podido, hubiese escrito una canción igual de cachonda; para que, cuando la escucharan se acordaran de mí y dijeran: “A esa piba la conozco y esa canción habla de mí”, y sus amigues les dijeran que estaban flasheando, pero ellos sabrían que no.
Algunas veces me pongo a pensar sobre qué pasaría si me tomara un micro o un avión y volviese a buscar a mis romances de verano. Hago memoria y por momentos no recuerdo cómo fue que terminó todo y por qué esas historias no tuvieron otro final, más feliz o, en realidad, más duradero. Supongo que todos guardamos en la billetera alguna elección importante a la cual regresamos para pensar “qué hubiese pasado si…”, como si las cosas se mantuvieran estáticas en el tiempo y nos pertenecieran de alguna forma, porque estuvimos ahí; o como si nuestras decisiones fueran, después de todo, tan importantes.
Pero aunque sé que mis amores de verano no resultaron en ningún poema, ni película; aunque los olvidé más rápido de lo que me gusta admitir y aunque, si tengo que ser honesta, algunos me irritaban en igual medida que me atraían; confieso que guardo con receloso cuidado algunos recuerdos que le darían a Sabina material para otro temón. Una visita sorpresa al otro lado del Atlántico, un teléfono escrito en un billete de 20 reales, un beso en la rambla miramarense o un chape en una hamaca paraguaya.
No hay que menospreciar a los amores pasajeros, nada de “‘solo’ eso fue, achuuú…”, como dice Airbag. Fueron importantes. Por eso, quién te dice y un día vuelvo y les toco la puerta y los invito a tomar un vermouth, un gin tonic, o el trago que esté de moda. Quién te dice y envejezco en algún pueblo mexicano tomando mezcal con mi amor de verano de agosto del año del jopo; o un día de estos finalmente me inspiro y les hago una canción a ver si se enteran de que todavía, y siempre, es verano en algún lugar del mundo.
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