Es la quinta vez que prendo Netflix buscando algo nuevo para ver. Lo poco que hay, ya lo vi. Me lo devoré en un par de noches de insomnio; tres o cuatro capítulos al hilo. Directo, sin anestesia. Antes encontraba mucho más fácil alguna serie que no había visto o me pintaba repetir un capítulo de How I Met Your Mother o Friends y lo hacía sin prejuicios. Ahora ni eso… No sé porqué sigo intentando, pero es como una pequeña adicción que no puedo tratar. O un viejo amor que no puedo olvidar. Está siempre ahí, brillando, lista para “stalkear” un rato y dejarlo después de varios minutos sin respuesta. Me cuesta aceptarlo, pero Netflix me arruinó la vida.
Sí, está bien que me dio la oportunidad de ver “lo que quiero y cuando quiero”. Y que creo que siempre soñé con eso. Pero la realidad es que desarrolló una ansiedad en mi que desconocía que tenía. Un bichito molesto que me obliga a seguir y seguir. ¿Y cuando ya no hay más? ¿Esperar? No, nada de eso. Ya no sirvo para esperar ni entiendo cómo hacerlo. Lo quiero ya, y lamentablemente no está. Me como los pellejos y me muerdo el labio scrolleando de arriba a abajo, de izquierda a derecha. La pupilas se me dan vuelta y no encuentro solución a esta tortura. ¿Cuándo veo la nueva temporada de Sex Education? ¿Qué va a pasar con los políticos de House of Cards? ¿Habrán crecido bastante los pendejos de Stranger Things? ¿Se habrán enamorado de nuevo en Love? No tengo ni dos respuestas, porque terminé todo eso en un par de días y no quiero esperar un año más para ver cómo siguen. Hubiese sido mejor dosificar, ¿no? Intentá explicárselo a mí yo de las 12 de la noche aburrido de la lupita de Instagram y sin sueño. Ese yo recargadísimo, casi al punto de sobredosis de una droga que no tiene cura -por ahora.
Antes parecía más difícil, pero tenía su encanto. Su romanticismo. Me acuerdo que mi vieja se apuraba en preparar la comida para traerla al living y sentarnos con las milanesas calientes a ver el estreno de Dr. House en Universal. Veíamos primero el repetido de las ocho para refrescar la mente, y el nuevo a las nueve. Nos quedábamos con las ganas de más, pero sabiendo que el jueves siguiente repetíamos la rutina. Ese del plato recién preparado para ver una hora de televisión sin poder elegir si ver más. Uno solo. Con final abierto, seguro. Aunque lo suficientemente potente para darme energía y aguantar siete días más. Eran temporadas que duraban casi seis meses, así que solo había que esperar un par más para ver la siguiente. Y después venían los DVD’s, listos para el panzazo del verano y enganchar o ponerme al día con alguna que no había llegado a ver por horarios, sueño o lo que fuera. Pero ante todo dominaba la calma para esperar tranquilo lo que viniese después…
Ahora no quiero ni esperar la comida. No sé cómo ver una serie sin que llegue el final. No me interesa conocer a un personaje si no se qué le va a pasar después. Me volví más impaciente, con todo. Me desiluciono fácil y en cuestión de horas. Y hasta llego a no encontrarle sentido a las series que quizás antes me hubieran partido la cabeza. Hoy con esta enfermedad expandiendose por todo mi cuerpo veo por mirar, casi de reojo. Siento que se me fue el gusto del paladar, ese que creía que era exquisito y selectivo. Me siento con déficit de atención, buscando ritalin en el scrolleo y conformandome con un placebo rosa en forma de película barata y absurda de Hollywood.
Voy a seguir buscando, porque esta enfermedad me atacó y me va costar ganarle. Aunque la ansiedad me mate, voy a esperar esa segunda temporada de Sex Education o que devuelvan Daredevill. Pero mientras lo haga, cada vez que vea esa pestaña roja titilando voy a alzar la cabeza y confesarle: Netflix, me arruinaste la vida.
En breve se estrena stranger things
Pablo queride, andá a terapia.