Me acuerdo cuando estaba en Buenos Aires y pensaba en este viaje. Me imaginaba sentado en una roca, mirando el atardecer y escribiendo textos románticos llenos de sensaciones sobre cosas que me irían pasando. Pero no, nada de eso, la realidad es que me siento bastante apático.
Como si estuviese acá hace años y ya no me conmoviesen las circunstancias impresionantes que me rodean. Tanto las lindas como las desagradables. Pareciera que los paisajes increíbles y los cielos espectaculares, partes de la rutina, pierden impacto. Y que la crudeza de África te arranca esa primera capa de sensibilidad que tiene uno cuando no está acostumbrado a lidiar cotidianamente con la intolerante realidad y la naturaleza salvaje.
Además me siento lento. El tiempo tiene otro ritmo. Todo acá va más despacio y no hay razón para querer anticiparse. Nada es tan importante como para correr y hasta la ansiedad descansa.
Tanto que esa vocecita de mi cabeza se queda muda y no puede elaborar ninguna reflexión.Se volvió primitiva, rudimentaria. La primera función de mi cerebro, la de absorber, está tan ocupada que no puede dar paso a la segunda: procesar. O tal vez me falta perspectiva, o tengo síndrome de delay.
Me impresiona este estado de observador pasivo. Aunque mi personalidad intente por momentos obligarme a detenerme y pensar, ahora sencillamente no puedo. Y lejos de molestarme, me gusta: la intriga despiadada devorando a la conciencia calculadora, percibir sin razones ni porqués. Por eso por un lado, los estoy usando de psicólogos y por otro les aviso: los siguientes contenidos pueden estar “al dente”.
La cuestión es que al final, más que los textos poéticos que planificaba voy a terminar escribiendo un trabajo de campo sobre lo que viví en este mes en Mozambique mientras hice un voluntariado.
La organización “Somos del Mundo” – quien tiene todo mi respeto y admiración no solo por la linda tarea que realizan sino también por la seriedad con que lo hacen y la impronta que le imprimen – construye aulas en la provincia de Gasa desde hace 5 años.
Todo arrancó cuando un grupo de jóvenes argentinos durante un viaje por África, tuvo una prometedora idea: Darle a sus vacaciones otro valor y profundidad, articulándolas con el trabajo solidario que ya practicaban en su país.
Así fue que decidieron contactar a “Juanga” un cura de su misma nacionalidad e ideales que llevaba varios años dando batalla en Mozambique, a la precariedad y el olvido. Cuando le hicieron las complicadas preguntas: ¿Cómo podían ayudar? ¿Qué necesidad era más urgente asistir de las que estuviese a su alcance? Él contestó de manera muy simple: con aulas.
En mi opinión, su respuesta no pudo ser más acertada. Solo con educación pueden dejar atrás los países africanos la pesada herencia de la reciente época colonial y combatir los actuales abusos de las élites gobernantes. Y por más que el lugar físico sea únicamente una herramienta del sistema educativo, es un paso más. Mejora la infraestructura de las escuelas (si es que la hay), aumenta la cantidad de ciclos lectivos y, lo más importante, estimula a los chicos a asistir a clases.
La mejor manera de luchar contra la discriminación es educar y promover la igualdad de oportunidades, no dejar de decir la palabra “negro”. Y en esto soy un poco optimista o puede que sea solo impresión mía, pero tuve la sensación de que las nuevas generaciones de mozambiqueños tienen más recursos académicos que sus pares adultos.
En fin, Con el tiempo el sueño que tuvieron estos muchachos comenzó a hacerse realidad. Solamente este año viajaron 48 voluntarios divididos en 8 grupos de 6, durante los meses de Enero, Febrero y Marzo. Cada grupo construyó 3 aulas lo que da un total de 24. 24 nuevos recintos de aprendizaje que ya están aprovechando los niños de aquella provincia y que sumadas a las de años anteriores superan las 50.
Durante el tiempo que demora la construcción de cada estructura, se vive y se trabaja con la comunidad. Teniendo en cuenta que el único servicio que tienen es un pozo con una bomba para sacar el agua, la rutina es muy diferente a la que estamos acostumbrados y la experiencia es sin duda, toda una aventura.
En cuanto a la preparación previa, cada grupo de 6 personas debe conseguir el dinero para los materiales, la logística, el sueldo de algún colaborador y la comida, tanto de ellos como de sus huéspedes. En total son cuatro mil dólares, mil para cada una de las aulas y mil más para el resto. Para juntarla se hacen esas típicas cosas que uno sufre, pero mucho más nuestros seres queridos como rifas, bonos, fiestas y merchandising.
Además es requisito tomar clases de portugués para poder comunicarse con la gente y por lo menos una clase de shangana para poder saludar y quedar bien. ¿Quién da la clase de shangana? Larcio y Jossias dos mozambiqueños que están estudiando en Argentina apadrinados por Julian Weich. También hay que asistir a reuniones en las que te capacitás para construir las aulas y aprendés sobre la historia y cultura de Mozambique. De esto hablaba con lo de la impronta: es importante saber a dónde vas y conocer el contexto, para poder asimilar cantidad de información.
Las familias que viven en el “Mato” como lo llaman ellos, tienen la necesidad de vivir en comunidad ya que la ciudad o cualquier beneficio que pueda darles el estado les queda muy lejos, metafórica y literalmente hablando. Cada una tiene su escuela primaria (para la secundaria sí que no queda otra que viajar) y cada una de estas tiene la siguiente disposición: un gran círculo de arena roja, la misma que surca el verde de los caminos, constituye la superficie del predio y dispersas dentro de este pueden encontrarse las aulas (no más de dos), algún que otro árbol debajo de los cuales te proteges de potente sol y dos baños, uno de mujeres y otro de hombres.
Para llegar a estas, los chicos recorren grandes distancias a pata, ida y vuelta, bajo el sol o la lluvia. Cuando íbamos en la caja de la camioneta los encontrábamos por los caminos y alcanzarlos era un espectáculo. Sobre todo para ellos. Además de ahorrarse un tiempito para aprovechar en su casa o ayudar a sus madres en la huerta, podían examinar a un par de “balungos” (blancos) y hasta cruzar unas palabras en su propio idioma.
Las aulas que nosotros construimos, si bien no son una solución definitiva, son bastante mejores de que las que ya tienen. Con piso de concreto en lugar de arena, un perímetro de ladrillos que contiene la estructura de madera y la mantiene firme, más y mejor caña en las paredes para impedir el ingreso de agua, y mucho mejor aspecto. Esto además de proteger a los chicos de los bichos y las inclemencias del tiempo, los incentiva.
En algunos años necesitarán mantenimiento, pero me gusta pensar que son un escalón hacia el desarrollo de un complejo educativo de material, con aulas suficientes para todas las edades e infraestructura para los docentes, que espero que no exista solamente en mi imaginación.
De otros voluntariados anteriores ya tenía bien presente que en este tipo de experiencias uno recibe mucho más de lo que da. Mucho más si es en un lugar como Mozambique. Por eso, más que como una experiencia realizadora o un purgatorio de miserias, lo viví como una panzada para mi curiosidad. Y créanme que quedó allá, tirada a la sombra de un árbol, tratando de digerir.
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