Por Agustina Bruno
2005, otra “convivencia” se aproximaba. El colegio, tres veces por año, organizaba este tipo de campamentos. Por ese entonces, teníamos unos no tan inocentes 14 años. A los que nos gustaba ir, la esperábamos bastante. Pasar un fin de semana con amigos era diversión asegurada. Pero además, había un plus: los “ayudantes”, pibes más grandes, que se robaban los suspiros de muchas chicas.
Llegó abril y, junto con él, la primera convivencia. Hacía bastante frío, no me olvido más. Yo estaba con mi grupito de amigas. Cada tanto, uno de los coordinadores me sacaba charla. Era alto, muy alto; morocho, con una mata de pelo medio enrulado; y dato no menor, lo cual amé profundamente, tocaba la guitarra. Para mí, de ahí al altar había un solo paso.
Todo transcurría normalmente. Hacíamos actividades, teníamos tiempo libre y compartíamos charlas. Hubo un juego, una confusión y un papelito que se escurrió entre dos manos. Mi hipótesis de ese momento, señalaba con total claridad que este pibe le estaba tirando onda a una compañera mía. Los pelos, la guitarra y el metro ochenta y cinco se desvanecieron instantáneamente. Ahí me di cuenta de lo mucho que me gustaba. Vieron que a esa edad uno se “enamora” muy rápido, bueno… quizás ahora también. Era una batalla que ni siquiera había comenzado y ya la había perdido.
La convivencia terminó y el micro nos trajo de regreso. En el trayecto, le conté a una de mis amigas mi desencanto amoroso, que había nacido y encontrado el fin en tan solo 48 hrs. Como si la desgracia fuese poca, a minutos de llegar al colegio, el pibe se nos acercó al asiento y se puso a hablar con mi amiga. Se empezaron a escribir mensajitos en el celular, sin que yo pudiera leer ni siquiera medio renglón. Como no podía ser de otra manera, ya que en mi adolescencia supe ser bastante fatalista, había arribado a una nueva hipótesis: al pibito ahora le gustaba esta amiga. Estaba clarísimo.
Llegamos. Nos bajamos del micro. Mi vieja me estaba esperando a unos metros de la puerta del colegio. La saludé, entre ofuscada y recientemente enamorada, y, sin despedirme de nadie, nos fuimos caminando para la parada del 55.
Seguía haciendo frío. Esperábamos con ansias que llegara (para el que lo ha tomado, sabe que es un bondi bastante hijo de puta, que no suele venir seguido). Pero en su lugar, el que apareció corriendo fue este pibe. Habrán sido unos escasos segundos, que para mí duraron una eternidad. Fue una escena digna de una película romántica. Atiné a decirle a mi mamá “¿ves el que viene corriendo ahí? ¡Miralo bien!”. Quería que supiera quien era, ya que mi historia de desamor era una charla obligada en el viaje de vuelta a casa.
Contra todos mis pronósticos, el pibe no siguió de largo. ¡Se frenó delante mío! Creí que el corazón se me iba a salir. “Eeey, Agus, ¿podemos hablar un segundo?”, me dijo y, acto seguido, la miró a mi vieja. Los presenté. “Mmm.. sí”, le respondí, temiendo que pidiera que le hiciera gancho con alguna de mis amigas. Me corrió a un costado, alejándome de la parada y me dijo: “te quiero decir algo: me gustás. ¿Querés salir conmigo?”
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