Mi casamiento


No me gustan los casamientos. No me gusta nada de lo que engloba el concepto. No entiendo porqué dos personas que se aman y que están  muy bien tienen que ponerlo en un contrato. Como si un gancho fuese más fuerte que la voluntad de los dos o pudiese condicionar un desenlace.  Creo que no hace más que manchar el compromiso genuino y esto -lejos de lo que indica la percepción general- es lo más anti romántico que hay.

Pero no es la unión civil mi principal problema. Lo que más me molesta a mí son las fiestas de casamiento. Esas temporales incursiones al protocolo y al pasado que ponen en duda la capacidad de raciocinio del ser humano. Sobre todo si son religiosas y católicas, que son las únicas que conozco.  A pesar de que seguramente no deben ser muy diferentes, no puedo dejar de pensar que las demás religiones se divierten mucho más. Me encantaría poder vivir algo de las coloridas y extravagantes fiestas de los musulmanes o hindúes, o participar de esos bailes judíos en los que todos saltan y giran en ronda como si estuviesen poseídos, con una coordinación impactante.

Solamente imaginarme mi casamiento me espanta. Para empezar, si hay algo que no necesito hoy en día, es pararme durante cuarenta lentos minutos frente a un altar a que un tipo que hace mucho que no está en pareja, si es que alguna vez lo estuvo (me estoy esforzando por ser respetuoso), me diga como tengo que tratar a la mía durante el resto de mi vida. Adelante de toda la gente que quiero, bostezando.

Después, pararme a la salida de la iglesia a que toda esa gente semidormida y desganada, como vacas en una manga, se amontone para saludarme, todos a la vez pero de a uno.  Probablemente no reconozca a algunos de ellos y les sonría pensando por dentro: “porqué no te hiciste el boludo como cuando nos cruzamos en la calle… si yo no iba a decir nada”.

Como si encomendarse a un ser tan extraño como es un cura no fuese suficiente, una vez abandonadas las fronteras de su soberanía, tendría que entregar ahora mi destino a un “wedding planner”. Una persona que va a decidir celosamente cada boludez que haga durante las próximas ocho horas. Incluso va a administrar mis sentimientos, me va a decir cuando tengo que reírme y cuando tengo que emocionarme, cuando me tengo que poner serio o estar descontrolado.

Entonces me va a ubicar por ahí, en el lugar donde es la recepción, como si fuese un pedazo de mampostería. Otra vez a recibir saludos. Algunos forros se repiten de la iglesia, es increíble… ¿Lo harán jodiendo?… Si es así, los banco. Mientras, estás parado ahí con la cara roja de hablar de cosas que no te interesan, sin tiempo para probar un bocado o una cerveza de toda esa mierda que pagaste, y que vas a seguir pagando por varios años. Siempre me desesperó imaginar que ya me divorcié y todavía me quedan las últimas cuotas. Debería haber una ley que nos proteja de eso.  

Inmediatamente después, viene una de las partes más complicadas para mí. Porque si hay algo que no tolero es ser el centro de atención. Como si no hubiesen sido suficientes saludos, tenemos que hacer una “entrada”. Correr con mi novia hasta la mitad de la pista para que todos nuestros amigos nos vengan a abrazar y saltemos todos juntos como unos pelotudos, delante de la atenta mirada de los demás que no tienen el gusto de ser del círculo íntimo. ¿Por qué carajo haría eso? No lo hice nunca, hasta de bien chico me daba vergüenza. Me acuerdo cuando empecé la secundaria que mis amigos saltaban abrazados festejando que empezaba el año y yo pensaba: “mamita… menos mal que no estamos en el tercer cordón del Conurbano porque en este momento nos estarían quitando todo el dinero del almuerzo”.

Cuando haya pasado y nos sentemos finalmente en la mesa, supongo que tendría un poco de tranquilidad. Al menos me comería ese plato en segundos y me fondearía un par de copas de champagne, para ver si lo que queda se hace más soportable. Probablemente sea el único que lo haga, porque todos los demás ya están explotados de la recepción, y van a jugar un rato con la comida hasta que la dejen ahí para tirar. Para mandar a la basura un menú que a duras penas podemos pagar en un restaurante. Es fuerte plantearse todo lo que podría hacerse con ese desperdicio.

Suponiendo que no va a haber un video con fotos nuestras de cuando éramos chicos (Dios, Ala, Buda o quien sea, no lo permita) vendría entonces otro punto verdaderamente controversial: “el vals”. El vals es un baile que nació en el siglo XII en Alemania y varios siglos más adelante se empezó a utilizar en las bodas de la realeza. Yo soy casi del siglo XXI, estoy bastante lejos de ser rey (por ahora) y mi única conexión con Alemania se da cada cuatro años, cuando nos rompen el culo en el Mundial. Me parecería más lógico que sea al menos una chacarera, como esas que bailan los viejos en los clubes de barrio que tienen cancha de bochas.

Salvo por la parte que me toca con mis suegros, aunque no le encuentre el sentido, no creo que me moleste tanto bailarlo. Y aparte tengo ahí un gran consuelo: ver a mi viejo en la pista, con la cara de ojete que arrastra desde su propio casamiento hace treinta años, cuando lo obligaron a bailarlo por primera vez.

Lo que resta parecería ser un poco más ameno, siempre y cuando los invitados sean considerados y no bailen alrededor mío durante toda la noche, no me tiren para arriba y me atajen, no me lleven en andas a la barra a que me empapen la cara con un shot y no se pongan la corbata en la cabeza. Me preocupa un poco no poder esquivar al fotógrafo como suelo hacer (soy muy poco fotogénico, sobre todo si encima hay público alrededor) pero supongo que con cotillón y bastante alcohol se puede solucionar. Si mi novia quiere darle un golpe más a la vapuleada imagen de la mujer revoleando el ramo para que las susanitas se peleen por él, que lo haga, pero yo no pienso tirar una caja de whisky para atrás.

Haría todo lo que esté en mis manos para evitar que el sorete del disc jockey corte la música en la mesa dulce, cosa que me parece totalmente injusta porque es cuando todos apenas terminan de colocarse y no saben si van a sobrevivir a una pausa. Aunque no puedo asegurar que vaya a lograrlo ya que la gente que trabaja en los casamientos es muy obstinada. Sí, prometo impedirle, como sea, que ponga una parte de “Jijiji” para que hagamos pogo en el solo o que pase “suit chailjud main”.  

Hay una sola razón por la que creo que valdría la pena someterse a todas estas insensateces y es para reivindicar a alguien. A un tipo de persona en particular: al famoso “novie trofeo”, cuya única misión es acompañar. A esa pobre mina que le toca en la mesa con catorce fracasos de futbolista amateur que durante la fiesta se dedican a disimular muy eficientemente su condición de homo sapiens sapiens, o a ese tipo que está sentado con once mujeres que no conoce y que no se dirigen a él directamente sino que lo hacen a través de su novia, completando cada frase con “es divino”.  

Cómo son bastante introvertidos no colaboran para nada al funcionamiento del evento y a nadie le importa en lo más mínimo si están ahí o no. Fueron invitados por una paradoja del universo y con toda razón preferirían haber tenido un parcial el lunes o el funeral de un tío muy lejano, para decirle a su pareja que no podían ir. A esa gente buscaría en mi casamiento, les daría un beso en la frente y les diría: “Fuerza queride, ya vamos a terminar con esta nefasta tradición.”

1 Comment

  1. Cecilia
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    Opino lo mismo. Odio el gastadero de guita para q los demás disfruten cosas q yo no podre disfrutar. Las tradiciones bobas, los saludos, ser el centro. Solo pensarlo me pone nerviosa. Me gustan las fiestas si son ajenas. Ahí si puedo hacer lo que quiero sin q nadie me supervise y sin ser el centro. Me parece una bobada gastar guita para q otros coman como cerdos y dps critiquen, mejor gastarse la plata yéndose a cualquier lado con tu amade y ya. Para colmo, el sábado me toca ser de esos descolgados en fiesta ajena. De esos q nombras, los q no conocen a nadie y a nadie le interesa si están o no están. Veremos q me depara… Dps te cuento. Solo se que no quiero saludar a nadie, ni levantar la copa, ni dar besos sin sentido. Igual, me gusta bailar… Un par de cuartetazos pueden salvar la noche.

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