Me di cuenta que crecí


Por Francisca Sánchez Terrero

Me di cuenta de que crecí cuando empecé a pagar OSDE. 

Nunca había tenido una mínima noción de lo que valían las cosas y arranqué pagando el servicio más caro y con más frecuencia de actualizaciones del planeta. 

Lo que más me indignó fue que Tini, mi hermana más grande, empezó a pagarlo el mismo día que yo. Al tener 4 años más, caí en la comparación inevitable entre hermanas. Me moría de envidia de que le hayan regalado 4 años de infancia y me indignaba pensar en la idea de que a mí me los habían robado. Mis papás podrían haber esperado 2 años para hacerme adulta o ir en escala, pero decidieron hacernos a Tini y a mí grandes a la misma vez. Había varias formas de hacerlo.

Yendo a números concretos, de mi sueldito de $3000 de ese momento, $1000 se me iban en médicos que no usaba. 

Una vez les hice el planteo a mis viejos:

– Me quiero ahorrar la plata de OSDE, porque no lo uso realmente, dije. 

– Dejá de pagarlo y te hacemos cargo de las expensas del departamento… respondieron.

Ok, no podía safar. Entendido.

Me carcomía la cabeza pensando en que le regalaba un tercio del sudor de mi frente a una empresa a la que no le generaba gasto alguno. ¡Era el cliente ideal!

Un día descubrí una forma de ganarle al sistema, cosa que parecía imposible: los reintegros. 

En ese momento estaba atravesando una crisis existencial por lo que una vez por semana iba a ver a Ceci, una psicóloga que amaba y que me pagaban mis papás aparte, porque no estaba en la cartilla de OSDE. Armé un plan para recuperar mi inversión gracias a Ceci, que hacía las facturas a mi nombre.

Por tres meses las fui guardando en el segundo cajón de mi mesa de luz, como un tesoro. Una por semana. Junté diez en total (a una sesión falté y a otra me había olvidado de pedirle). Diez me pareció un número que estaba bien. No eran ni demasiadas facturas que llamen mucho la atención ni tan pocas que no justificaban el trámite. 

Una mañana, antes de ir a la facultad, metí mi oro en polvo en un sobre. Las miré por última vez y lo cerré con una delicadeza exagerada. Entré a la oficina de OSDE, me paré en frente al buzón de trámites autogestionables y lo dejé deslizar por la ranura. Volví a casa pensando en el gran día en el que me hiciera de esa plata, en cuántas cuotas recuperaría. ¿Una? ¿Dos? Me brillaban los ojos mientras me lo imaginaba. 

Esperé una semana, pasaron dos, se cumplió un mes y aún sin novedades. Llamé por teléfono, me atendió una chica super amable. Yo le hablé bastante indignada, le expliqué la situación de mi nueva adultez, de Ceci, de las diez facturas, del sobre cerrado exageradamente bien, de mi oro en polvo, de mi mesita de luz, de Tini, de nuestra infancia y un millón de cosas más que a nadie le importaban, solo a mí. Cuando finalmente dejé de hablar, la chica me explicó que según sus registros, el pago del reintegro se había hecho hacía SE-MA-NAS a la cuenta del titular de OSDE, a la persona beneficiaria de todos los reintegros. Esa persona era mi papá. 

 


El texto surgió en el Taller de Escritura Creativa de Revista Wacho.

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