Por: Felipe Lenebro
El sol ya estaba dando luz, como tantas veces, no quería soltar la noche. La madrugada en el campo, muy lejos de la ciudad y muy cerca de los amigos, era inmensa. El ácido todavía me mantenía asombrado y quise que durara para siempre. Hay que tener cuidado con lo que pedís, sobre todo si después vas a creer que sucedió porque lo pediste. No tenía la menor idea de que mi vida iba a cambiar para siempre.
De aquel día me acuerdo de todo, no podía bajar. La velocidad de mis pensamientos se volvió realmente incómoda, no podía escuchar a nadie sin darle mil vueltas a lo que decían. No solo era un mal viaje como cualquier otro, era un viaje infinito. Las cuentas no daban, ya era la tarde del día siguiente y un cuartito me había desacomodado la estantería completa: los libros se caían, se abrían en cualquier página y se mezclaban las palabras.
Extinta la mañana surreal, el mediodía, que no prometía cambiar, se instaló con otro condimento: jugaba Boca River. Poco a poco, un grupo grande de cuerpos fue rodeando el tele. El comentarista del partido hablaba y hablaba, y yo no podía escucharlo sin salir de mi asombro, no entendía cómo podía estar diciendo semejantes delirios, ofensas y frases con doble sentido. Y a nadie le importaba. Toda palabra que escuchaba se cuestionaba sola. Me sentía fuera de control. Todavía estábamos a 200km de mi casa y yo estaba a 1000km del equilibrio.
Con mi pareja había discutido la noche anterior. No sabía cómo me iba a sentir cuando llegase a casa, pero imaginaba que las cosas no iban a mejorar. Viajando para Bs. As., la adrenalina de la velocidad fue bastante mucho más agresiva de lo normal y mis sospechas terminaron por ratificarse.
Esa noche no dormí y ya llevaba 48 hs. insomnes. La mañana siguiente, cuando ya fue demasiado para mí, decidí confesar lo que me estaba pasando. Le pedí que hablemos y le conté todo, pero el mal clima hizo que no hubiera compasión. Fue entonces que empezó a abordarme la paranoia, sin duda la peor de las sensaciones que atravesé en mi vida. Con tanta sencillez usamos la expresión “no seas paranoic@”, sin reparar en que solo alguien que pasó por estos estados sabe realmente cuánto se sufre y los que no, no tienen idea. Es mucho más que estar perseguido, es sentir que te persiguen por alguna razón que sin duda merecés.
En ese entonces, una amiga nuestra nos ayudaba quedándose en casa con nuestra hija para que pudiéramos ir a laburar. Por la tarde la paranoia se hizo presente y mi cabeza asoció todo para el carajo. Para cuando llegó, yo estaba convencido de que ella y mi compañera eran amantes, que habían ideado un plan perfecto y la hora de ponerlo en práctica había llegado: se querían quedar con mi hija y yo iba a perderlo todo.
Solo una estrategia se me ocurrió para desbaratarles sus planes. Sentí que lo único que me quedaba era anticiparme y tratar de ser parte. Por supuesto que no pude ir a trabajar y decidí quedarme. Tenía miedo de que se llevara a mi hija. Me hice el boludo un rato hasta que elegí el momento de arrancar con mi jugada. La senté en la mesa y le pedí que fuésemos 3, le dije que me había dado cuenta de todo y que no había problema. La conversación fue horrible, asociaba todo con todo, y todo cuadraba increíblemente. La inteligencia no tiene nada que ver con la cordura. Las reflexiones eran perfectamente lógicas, pero rotundamente equivocadas.
Cada vez más desesperado le pedía que no me dejaran afuera, y que, por favor, no intervinieran profesionales como abogados o psiquiatras. La cara estupefacta de ella me decía una sola cosa: Todo se fue a la mierda. Entonces del edificio de al lado, el hijo de puta del vecino, que al parecer nos estaba escuchando hacía rato, sentado como comiendo pochoclos empezó a decir: matala, matala, matala.
Ella salió al cruce: ¿Qué carajo te pasa? Callate la boca. Entre tanta paranoia, solo pude confirmar que no era mi imaginación, porque ella también escuchaba y de hecho le había contestado. A esa altura la confusión era completa.
Todavía no había salido de mi asombro cuando llegó mi compañera con comida, para que cenemos los tres. Nuestra amiga buscaba el momento para explicarle a mi mujer lo que acababa de pasar, pero tenía que evitar que yo sospechase. Pusimos las cosas en la mesa como si fuesen piezas de ajedrez. Las tres miradas iban y venían, se decían mil cosas sin decir ninguna.
La paranoia tiene un componente fundante, el miedo. La comida, para mí, era el momento ideal para que me envenenaran. Entonces me adelanté y sin probar bocado exploté y canté las 40. Les tiré todas las cuchillas arriba de la tarta y les aclaré: “lo se todo y no voy a oponer resistencia, no necesitan seguir actuando”. Todo parecía tan real, tan verdadero y tan al revés.
Cuando pude escapar a mi cuarto ya rondaba la medianoche y la desesperación era novedosa. Nunca me había sentido así. No pude dormir, mis pensamientos eran lo suficientemente fugaces como para seguir convenciéndome de las locuras que se me ocurrían. Esas horas insoportables que transcurrieron lenta y pesadamente completaron las 72 hs. sin dormir. El extremo que estaba conociendo me daba mucho más que miedo. Llegada la media mañana, mi compañera se fue a trabajar, después de dormir una siesta con mi hija.
Una vez solo, mis oídos empezaron a percibir un escándalo que se escuchaba lejano, pero rápidamente se fue acercando. Había una marcha en la puerta de mi casa. Me querían escrachar. No sabía exactamente por qué, si yo no era más que una víctima de aquel macabro plan, pero ahí estaban.
Sin aliados en casa, no tuve más remedio que recurrir a mi familia. Llamé por teléfono a mi hermano, y le vomité todo mi reciente calvario. Enseguida me avisaron que mi vieja y mi viejo estaban de camino a mi casa. Mi preocupación ahora era que se enfrentaran con la manifestación, o lo que fuera que se iban a encontrar ahí afuera. Pero eso tampoco pasó, porque nada estaba ocurriendo realmente. Salvo una cosa: había hecho sonar las campanas y ya no estaba solo en esto, algo en mi vida había cambiado.
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