Por Gonzalo Demaría
La Colección Ballvé Piñero
Se dice “hacer memoria”. Lo que implica que la memoria también se puede deshacer. Es el caso de la persecución homosexual ocurrida en Argentina en 1942, desconocida por la vasta mayoría.
Se llevó a cabo en medio de un Golpe Militar y tuvo como chivo expiatorio al fotógrafo amateur Jorge Horacio Ballvé Piñero, menor de edad cuando realizó su obra pionera en el homoerotismo. La pagó con 12 años de cárcel. Ochenta años más tarde, su colección permanece cautiva de la justicia. ¿Las razones? La supuesta vigencia de un fallo viciado y escandaloso.

Francisco Cotado, joven abogado de la organización 100% Diversidad y Derechos, viene trabajando por la liberación de la Colección Ballvé Piñero que aún retiene la justicia en sus sótanos. Las negativas a su pedido se basan en un fallo de 1947.
Ya no puede sostenerse el argumento de que la sentencia es inapelable, aunque hoy sea más una pieza antropológica que jurisprudencia válida. Eso equivaldría a negar la perspectiva histórica, por no decir la Historia.
Lo dijo el filósofo Francis Bacon: “La verdad es hija del tiempo, no de la autoridad” (Novum Organum, libro I, 84). Los tres cuartos de siglo que van de aquella sentencia a nosotros no pasaron en vano, más bien nos han revelado muchas verdades. Y estas verdades permiten no solo poner en duda aquel fallo
condenatorio sino condenarlo a su vez.
Siempre hubo sentencias absurdas que el simple paso del tiempo, irrefrenable, se encargó de demoler, como la condena contra Galileo Galilei y su afirmación de que la tierra era redonda, por citar el ejemplo más grotesco. Para mayor gravedad en el caso de Ballvé Piñero, su proceso judicial muestra las torpes huellas de la intromisión indebida del poder ejecutivo. Su detención y la de los amigos con quienes el joven salía de levante (“asociación ilícita”, según la hoy risible imputación de la carátula) está directamente ligada al Golpe de Estado de 1943, ocurrido apenas nueve meses después de detenido el fotógrafo que se había atrevido a retratar desnudos a cadetes del Colegio Militar y a intercambiar cartas de amor con un par de ellos. El Golpe no solo es aludido directamente en la causa por defensores y fiscales, sino que en los expedientes del juicio encontramos las intrusivas firmas de dos sucesivos ministros de Guerra que exigieron verlo, los generales Ramírez y Farrell, enseguida presidentes de facto de la dictadura.
En su discurso presidencial, el general Ramírez declararía que la revolución había venido a “sanear” a la sociedad, condenando en cambio los “sitios de placer”. Lo cumplió clausurando bares, cabarets y restoranes porteños “del ambiente”, como Los Patitos (calle Carlos Pellegrini) o mandando razias como la del teatro Avenida, donde se detuvo al cantaor andaluz Miguel de Molina y a parte de su público por “maricones”. Esta persecución homosexual se inició con la causa contra Ballvé Piñero y se refleja en los expedientes: los fiscales exigen delaciones de otros homosexuales notorios, disciernen entre pasivos (criminales) y activos (víctimas), ordenan humillantes exámenes de esfínteres y, como postre, condenan a una única mujer, menor de edad además, por ser amiga del grupo de invertidos y participar en sus salidas: la bella y desgraciada Sonia (Blanca Nieve Abratte), de 19 años de edad. También a ella se la acusó absurdamente de corrupción de menores.
Lo que se condenó en la causa Ballvé Piñero, digámoslo claro, fue la homosexualidad. El mismo fiscal Roberto Fernández Speroni así lo admite en su alegato cuando se refiere a ella como “quebrantamiento de la ley moral” y “tara social”. El pequeño problema era precisamente que no hubiera una sanción prevista para ella en el Código Penal argentino, por lo que Fernández Speroni lamenta los buenos y viejos días de la Pragmática de los Reyes Católicos (1497), que condenaba “a los tales” al suplicio del fuego. Como se ve, la del fiscal es una especie de admisión sobre cuál fue el auténtico delito (no punible) que se quiso punir.
A falta de sanción contra ese “quebrantamiento de la ley moral” se forzó la carátula con otros dos: corrupción de menores y asociación ilícita. Pero ninguno de ambos cargos se sostiene. El propio acusado principal, el autor de las fotos que sirvieron ayer de prueba condenatoria y hoy de botín de guerra, era menor de edad cuando ocurrieron los hechos: Ballvé Piñero cumplió la mayoría de edad de 22 años el 14 de julio de 1942 y se lo detuvo 54 días más tarde, el 6 de septiembre. Toda su obra fotográfica es anterior a su mayoría de edad: así lo testimonian los epígrafes de puño y letra que se exhiben en las fotos y que las fechan con obsesiva puntualidad. Es decir, era un menor fotografiando a muchachos de su edad aproximada, no todos menores, no todos desnudos, ninguno desprevenido. En algunos casos Ballvé Piñero les pagó por modelar, en otros les ofreció copias de las fotos. No puede decirse por lo tanto que hayan sido “víctimas”, como se las quiso y quiere hacer pasar. Esta condición la desmienten sus risas
cómplices, los vasos de whisky que algunos beben, la ostentosa exhibición de músculos y en ciertos casos de sexos. Algunos de ellos admitieron ser “bufarrones” (profesionales o taxiboys diríamos hoy) y otros ser “viejos experimentados”, lo que lleva al defensor de Ballvé Piñero, el doctor Molinario, a preguntarse en su alegato: “¿quién corrompió a quién?”.
Hay en el caso algo quizá más grave que la persecución a una minoría por parte del Estado: el uso de esta medida para atacar a toda una sociedad. Efectivamente, un objetivo declarado por los propios golpistas del 43 fue “la Política” (Nuevas bases para la Organización y funcionamiento del GOU, 10 de julio de 1943).
Esto es decir la democracia, que era por entonces sinónimo de toda degeneración imaginable. De ahí la insistencia del presidente Ramírez en “sanear” a la sociedad por medio del Golpe. Ballvé Piñero fue su chivo expiatorio. Si esto parece exagerado, nuevamente hay que revisar la historia para comprobar que está llena de modestos y aún insignificantes personajes que terminaron pagando por toda una generación. Un fotógrafo homosexual, de familia aristocrática y por tanto vinculada al Ancien Régime y a la decadencia, fue el blanco ideal para ejemplificar todo lo malo que la Década Infame podía representar. Al revés que en el llamado escándalo de la calle Cleveland, ocurrido en Londres en 1889, cuando se descubrió un burdel de prostitutos al que acudía, entre otros aristócratas, el príncipe Alberto Víctor, duque de Clarence y en línea sucesoria al trono de Inglaterra: en este caso la justicia cubrió al príncipe y echó un manto de piedad sobre el episodio. No por comprensiva ni por humana (la misma justicia condenaría poco después a Oscar Wilde), sino debido a causas políticas, las opuestas a las de los militares argentinos de 1943, que querían cargar a la pseudo aristocracia local con todos los males del país.
Es hora de asumir nuestra Historia, así con mayúsculas, y brindarle al mundo una colección fotográfica a la par de los internacionales August Sander, Gustave Roud o Michel Journiac.
Gonzalo Demaría es autor de “Cacería”, libro que documenta la historia de Ballvé Piñero y el “escándalo de los cadetes”.
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