La peluquería de Don Talero


Hacía 15 años que no iba a una peluquería. Mi última experiencia había sido bastante mala. En ese entonces era un adolescente inseguro y el peluquero que me tocó, evidentemente, no tenía mucha vocación. Me preguntaba antes de hacer cualquier cosa: “¿Esto lo cortamos?; ¿Este mechón lo dejamos más largo?”. A lo que yo pensaba: ¿porque no me vas pasando las cosas y lo hago yo?

Entre el nerviosismo de tantas decisiones, el calor que hacía abajo de la capa y los tirones de pelo, empecé a chivar y me terminó bajando la presión. Paramos unos minutos para que tomara agua y me siguió torturando, hasta que no aguanté más y le dije que así estaba bien. Cuando me iba pensé: ojalá que a este tipo nunca se le ocurra tatuar. 

Además, mi vieja y yo somos demasiado mezquinos para pagar por algo que podemos hacer nosotros, así que entre los dos nos arreglábamos para cortarme el pelo. Los resultados no siempre fueron felices y más de una vez fui al colegio con un corte que me daba vergüenza.  Después decidí empezar a raparme y no volví a permitir que nadie intervenga mi cabellera. Ahora, con esta evolución de las viejas peluquerías a sofisticadas barberías, hace un tiempo que venía pensando que era hora de darles una nueva oportunidad. 

En mis últimas vacaciones estuve en Colombia y uno de los destinos que visitamos fue Villa de Leyva, un pueblito colonial muy pintoresco fundado en el siglo XVI. Un día de lluvia en el que no había mucho para hacer, pasamos por el “Street barbershop” de Juan Eduardo Talero Batista, un moreno gigante oriundo de Barranquilla que, apoyado en el marco de entrada del lugar, invitaba con un “a la ordeng” a la gente que caminaba por la calle. Las puertas estaban abiertas de par en par y tal como lo indica su nombre, el local era una continuación de la vereda. Desde afuera se escuchaba a Romeo Santos y se podía ver la decoración del interior: grupos de tres globos con los colores de Colombia, ejemplos de cortes entre los que se incluía a Cristiano y a Messi, una pantalla plana, varios folletos, manuales de catequesis y más banderas de Colombia. Contra una pared los dos sillones de trabajo y la barra con todas sus herramientas.

Con mi novia preguntamos el precio, que era bastante más bajo que acá, y entramos. Me senté, me puso un collar de papel en el cuello y arriba ató la capa, dándole a la junta una hermeticidad perfecta. Preguntó qué quería que me haga y le señalé a Otamendi, aclarándole que se tome las libertades que quiera, que vaya haciendo lo que le parezca mejor. Aunque por adentro pensé “que atrevido, si recién nos conocemos”.

El tipo empezó a trabajar, pasándome la máquina, cambiando de tope y volviendo a pasar. Se sentía muy bien y yo me fui relajando. Mi novia se reía y sacaba fotos, a lo que Juan Eduardo y su compañero, que estaba sentado al lado, se miraban desconcertados. Entre ellos hablaban un lenguaje indescifrable que más que español parecía “Chibcha”, el dialecto que hablaban los Muiscas, pobladores precolombinos de esas tierras.  Yo entendía una palabra cada tanto y, como buen perseguido, pensaba que estaban hablando de nosotros.  

A los pocos minutos entró al lugar un tercero, bastante nervioso. Este hablaba fuerte y claro. Explicó que se había metido en el lugar porque se le venía la noche. En la esquina, que se veía desde adentro, su mujer y su amante se acababan de encontrar y estaban cruzando unas palabras. El hombre, muy pragmático, lo resolvió encerrándose en el baño del local hasta que todo se solucione. 

Mi novia salió a la calle. Quedé solo y pensé que tres contra uno era para preocuparse. Más aún si ese uno  es un blanquito que le llega por la cintura a los negros y tiene las manos atadas abajo de la capa, exponiendo la cabecita como un topo que asoma en la tierra. Por suerte el tercero seguía en su escondite y Juan Eduardo trabajaba concentrado.  

En un momento sacó una hoja de afeitar y empezó a recortarme arriba de la patilla, el pelo que se mete en la frente, para dibujar una curva perfecta que desembocaba en mi barba. Yo estaba anestesiado y el placer empezaba a ganarle a la paranoia. Ni me importaba que me apoye en la cara su enorme mano para tener pulso, aunque se veía como un eclipse solar.   

De repente le agregó al sillón un apoyacabeza, puso el pie en un caño de abajo y empujó. En un movimiento quedé reclinado con la yugular pal norte. Sacó una navaja y me preguntó si arreglábamos la barba. Como si estuviese en condiciones de decir que no. Se me vino a la cabeza la típica escena de película en la que el barbero le corta el pescuezo a su cliente salpicando sangre por todos lados. No me pareció una mala muerte. Peor es morir en Buenos Aires por una lenta enfermedad terminal. Me imaginaba al tipo quedándose con mi novia, con mi depto y colgándome boca abajo para hacer morcilla “paisa” con toda esa sangre. A ella no la puedo culpar, la verdad que el negro tenía una mano bárbara.

Justo vi uno de los manuales de catequesis y me tranquilicé un poco. Un católico sería incapaz de matar así. Estaba abierto en una página que tenía como título: “‘¿qué es la Biblia?” Y un renglón más abajo, “un libro muy positivo.” Enseguida me acordé de “los tibios arderán en el infierno”. Claro, es muy positivo si no sos tibio como yo, o egoísta, o promiscuo o licencioso. 

Lejos de asesinarme, Juan Eduardo pareció ponerse cariñoso. Sacó un gel y empezó a pasármelo por el cachete encima de la barba, después por el mentón y por el cuello. Era fresco y suave. Hubo como una conexión.  Fue la atracción más fuerte que sentí por un hombre, sin contar a Ragnar y a Miguel Abuelo. Lo que sí, pensaba, “vas a necesitar varios envases de ese gel”. Eso me hizo acordar al chiste que hago siempre en las reuniones cuando me preguntan cómo quiero el café. “Me gusta como los hombres: negro, fuerte y caliente.”

Encima en la televisión daban “Caso Cerrado” el programa de la jueza cubana, Ana María Polo. Estaban pasando la denuncia de una sometida a los otros dos integrantes de una relación sadomasoquista. Ella vestida de conejita les reclamaba a su amo y a otra sometida, que la habían echado del trío incumpliendo el contrato y ahora no tenía donde parar, porque los viejos la habían desheredado. Juan Eduardo paraba cada tanto a mirar y renegar de lo que estaba viendo. Repetía todo el tiempo: “Cualquier cosa para no laburar”. 

Mientras el negro me pasaba la navaja por las partes suavizadas, yo me imaginaba nuestro episodio de Caso Cerrado. Mi novia en un atril denunciándome por haberla abandonado y Juan Eduardo y yo en el otro, que ahora vivíamos en Villa de Leyva. Me veía agarrando las manos del negro y mostrándoselas a la jueza. “Pero mire doctora… mire lo que son estas manos… dígame si usted podría resistirse.”  

Cuando ya estaba en otro planeta, el tipo terminó el trabajo. Me sacudió el pelo con violencia como si se hubiese dado cuenta de lo que estaba pensando y me pasó el secador de pelo. Desató la capa y me la sacó. Yo me bajé del sillón sin prestar mucha atención a cómo me había quedado, le pagué lo que se le cantó el orto y nos fuimos caminando con mi novia. 

En el trecho al hostel ella me hablaba de cualquier cosa y yo iba caminando distraído, contestando con monosílabos. En un momento la interrumpí de repente y le pregunté: ¿sabes de algún peluquero negro en Buenos Aires?

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