Era una noche de otoño pero todavía hacía calor. Era el cumpleaños de su papá. El primero en mucho tiempo. Él, que siempre vivió a la sombra de su padre, y que ni bien pudo se escapó de aquel espejo negro y triste, volvía a festejar el cumpleaños de quien lo había criado a las trompadas.
No se sentía feliz, tampoco triste del todo. Era un sentimiento nuevo el que se le presentaba mientras subía a su vieja camioneta. Escuchaba las hojas crepitar bajo las ruedas gastadas, y eran como chispazos que no lograban prender su corazón.
No había calor en su cuerpo, ni en sus recuerdos. Era un silencio extremo que lo ahogaba dentro de ese espacio infinito que llamamos infancia. La luna estaba arriba, justo marcando el camino. Una huella estrecha de otoño y olvido que lo llevaba inconsciente hacia un lugar que para él ya era ajeno, ya era parte de una historia que nunca vivió. Pasaba los kilómetros como quien ve pasar los minutos en un cuarto oscuro. Lentos, pesados e iguales. Como gotas gruesas que no retumban, golpes secos casi inaudibles.
De a ratos se le venían a la mente los ojos de su mamá, vacíos en el cajón, y a su papá mirando para otro lado, para otra vida, para otra muerte. Se le revolvía el estómago, quería gritar pero no había nadie para escucharlo, y entonces volvía a mirar los mojones con ojos de vaca y trataba de pensar en su hijo. De imaginarlo. ¿Cómo hubiera sido? ¿Cómo él? ¿Cómo su padre? De ser así, ¿Era mejor que ya no estuviera acá? ¿Puede la muerte ser la mejor solución cuando lo que te muestra el futuro no es para nada alentador?
Pensaba todo esto sin ningún tipo de estremecimiento. No había visto los ojos de su hijo en el pequeño cajón. No quiso verlos, no pudo. Había mirado para otro lado, como su propio padre.
Cruzó el último momento y sabía que estaba cerca. En alguna parte del horizonte difuso, una luz diminuta empezaba a asomar. Como una estrella lejana en un desierto oscuro, muerta pero que todavía dejaba su estela.
Casi de manera imperceptible, el pie derecho comenzó a hacer fuerza contra el pedal. La camioneta se aceleró y los kilómetros ahora pasaban más rápidos, pero también más pesados. Le dieron ganas de fumar aunque no lo hiciera desde que se había separado de la madre de su hijo. Buscó en la guantera pero no encontró más que papeles y un par de herramientas. Con una mano todavía en el volante, siguió buscando debajo del asiento de al lado. Tocó pedazos de plástico de discos viejos, cascotes secos, restos de yerba, y el tibio vidrio de la botella que pensaba compartir con su papá. Un whisky lo suficientemente caro para que parezca una señal de perdón, y lo necesariamente barato para que nunca se olvidara del sufrimiento que había causado. Siguió buscando en vano un cigarrillo hasta que volvió a poner la mano sobre la botella.
La agarró fuerte para convencerse de que realmente estaba ahí, de que existía. La botella, la camioneta, el camino, la luz cada vez más cerca, y él. La puso delante de su cara, entre el volante y su nariz. La abrió y fue tomando tragos cortos. Cada cinco o seis, frenaba para escupir y después seguía. Así hasta que llegó la tranquera. Se bajó para abrirla pero tenía puesta un candado, viejo y oxidado como su padre. Estaba claro que no era bienvenido, que nadie lo esperaba. Pero el viaje había sido largo. Había durado veinte años, y no pensaba dar marcha atrás. Buscó una de las herramientas que tenía en la guantera, y empezó a pegarle al candado hasta que por fin cedió. Lo festejó como un gran triunfo, como si de una buena vez por todas hubiera podido enfrentar toda su infancia. Lo festejó tomando tragos más largos y se subió a la camioneta.
Ya encendido por el alcohol y el poder que da la victoria, empezó a acelerar hasta llegar a pocos metros de la sala principal. Por el gran ventanal podía ver a su padre de espaldas sentado. No había dudas de que era él. Estaba solo, quieto, en una especie de penumbra melancólica. Se detuvo justo en frente y pudo ver como su papá le daba la espalda una vez más. Tomó el trago más largo, hasta que terminó la botella. Después, la partió contra su cabeza. Apenas la primera gota de sangre se coló por su ojo izquierdo, pisó a fondo el pedal hasta meterse dentro de la casa. Arremetió contra su padre, contra su infancia y contra él, esperando por fin encontrar ahí los ojos de su hijo.
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