Por Matías Blanco
Cuando era niño no me gustaba perder a nada. Soy muy competitivo, desde que tengo uso de razón. En mi infancia eran populares los juegos en los recreos de la escuela como las canicas y ni a eso me gustaba perder.
Por aquella época, había un atleta que como a mí no le gustaba la derrota. Más que no gustarle, no la conocía. Se trató de uno de los deportistas más influyentes de la última década del siglo XX. Estoy hablando de Mike Tyson, uno de los ídolos de mi niñez por su condición de imbatible. Gracias a él empecé a practicar boxeo, hasta recuerdo que mi vieja me había comprado, los guantes que él usaba. Sin dudas, uno de mis regalos de Navidad favoritos.
Ver una pelea de Tyson significaba estar frente a la pantalla del televisor muy atento, porque sus peleas se terminaban rápido. Antes del tercer round, “Iron Mike” solía desparramar a sus adversarios por la lona. Alejarse del televisor para ir al baño significaba correr el riesgo de perderse el knock out.
Además de no gustarme la derrota, siento un particular interés por las historias de gente pionera. Aquellos que fueron los primeros en conquistar algo, los que se atrevieron a lo imposible. El destino cruzaría este particular interés con uno de mis atletas preferidos y de ese cruce iba a quedar registrado en mí algo mucho más grande de lo que me podría haber imaginado.
Claramente el suceso en cuestión fue una pelea. Cómo les conté antes, Mike era imbatible, nunca había tocado la lona. Su carrera profesional se había iniciado en 1985 y para 1990 con solo 26 años había ganado en forma consecutiva treinta y siete peleas. Es decir 5 años invicto. Fue ese año, 1990, que un también peso pesado estadounidense osó retar al “Chico Dinamita” Tyson por el título mundial. Se trataba de James “Buster” Douglas, un tipo que boxeando a dieciocho mil kilómetros de mi casa, se terminó convirtiendo en una influencia para mi niñez y próxima adolescencia.
Para esta pelea en particular, se llegó al punto extremo de cancelar las apuestas. Sí, el favoritismo era tal que los casinos de Las Vegas decidieron, casi en su totalidad, no recibir apuestas. Solamente uno aceptó y el número era cuarenta y dos a uno a favor de Tyson.
Alrededor de veinte días antes del combate, Douglas fue entrevistado por la prensa para hablar respecto a su poco favoritismo. Además, como si el destino hubiera querido seguir desmoronando el ánimo del pobre Buster, su madre murió pocos días antes de la pelea. Se especulaba con la cancelación del encuentro, que ya de por sí se esperaba que fuera poco atractiva por el inconmensurable favoritismo hacia el campeón mundial. Sin embargo, el retador decidió proceder.
11 de febrero de 1990, no iba a ser un día más en mi vida. La pelea iba a suceder en el estadio Tokyo Dome de Japón. Recuerdo perfectamente, por la diferencia horaria, estar aquella mañana frente al TV Panasonic color de catorce pulgadas que tenía en mi casa, tomando una taza de Zucoa que me había preparado mi vieja y ver a un Tyson que lucía relajado entrar al cuadrilátero con su clásico short negro y ostentando sus cinturones de campeón. El relator de la pelea contaba que en su rincón estaban tan confiados de la victoria que ni siquiera llevaron elementos como vaselina, alcohol y cinta adhesiva. Se esperaba lo que se dice un trámite. Yo, al igual que ellos, esperaba ver una rápida victoria de mi boxeador favorito, esperaba ver a Douglas cayendo rápido.
El espectáculo había empezado con Douglas resistiendo con coraje durante los primeros cuatro rounds, lo cual era sumamente inesperado. Cuando llegó el octavo round y Tyson tras conectar un golpe al mentón del retador lo tiró a la lona, era imaginable el final de la pelea. Les recuerdo que nunca nadie se había levantado cuando Iron Mike lo había dejado en la lona. Lo cierto es que el juez del combate hizo la reglamentaria cuenta hasta diez segundos y en el noveno, el David se levantó con hidalguía ante Goliat. Esto, de por sí, no cambiaba el trámite esperado porque era casi seguro que en el siguiente asalto Tyson iba a salir a liquidar el pleito. Pero Douglas aguantó los embates y se fue del noveno round muy herido, pero sin caer.
Décimo round: la sorpresa. Nunca nadie había mostrado tanta resistencia ante el campeón. Por eso era mi preferido; era natural, para mí, que no me gustaba perder ni a las canicas, que un imbatible como Mike fuera un espejo de lo que yo quería ser en esa tierna edad. El décimo asalto, como dije anteriormente, es un punto de inflexión en la historia. Buster Douglas lo dominó y lo tiró a la lona tras un golpe a la mandíbula. Mike Tyson cayó por primera vez en su carrera y nunca se levantaría. David vencía a Goliat ante la incredulidad del mundo entero. Douglas era el nuevo campeón mundial. Yo, por mi parte, quedé casi petrificado frente al pequeño tv color. Recuerdo ver a mi viejo, que estaba conmigo mirando la pelea, igual de sorprendido, aunque sus conocimientos de boxeo eran casi nulos.
Mi deportista favorito caía por primera vez derrotado y una nueva influencia nacía para mí.
James “Buster” Douglas desafió a las estadísticas, la opinión pública y hasta a sus propias expectativas. Fue el pionero en una empresa que parecía, hasta ese momento, imposible. Y, tal vez, el dato más emocionante se dio a conocer unos días después de la pelea. En una entrevista declaró que la motivación que había tenido durante esa noche en Japón era el recuerdo de su madre, a quien antes de fallecer, le había prometido la victoria pese al panorama desolador. Por eso,aunque su carrera no es comparable con la de otros campeones de peso pesado, fue grande. Y aquella pelea, aunque efímera, me marcó de alguna forma.
De esa manera, a pesar del paso de los años, siempre recordé los hechos de aquella pelea de febrero de 1990 y la historia que había detrás. El caso de un tipo humilde, casi desconocido, que venció a un imbatible era más valedero para mí que los 5 años invicto de Tyson. Y si Douglas venció a Tyson, ¿por qué yo no podría aventurarme a lo desconocido?
¡Tremenda historia chabón!
Estas son las hazañas deportivas que a mí me gusta escuchar.