La escapada


Empecé a pensar en todo esto ni bien se publicó mi segundo libro. Apenas alcanzaba a convencerme de que podía ser escritor y para que no fuese un sueño pasajero, decidí meterle disciplina a mi forma de trabajar para conseguir mejores resultados. Además de arrancar una rutina robótica de escritura a la mañana y lectura a la tarde, una dieta más responsable y un poco de meditación, armé una planilla de Excel en la que cargaba fecha y lugar de los textos que escribía, con la cantidad de páginas y una valoración escueta de las características del fragmento. Una especie de control de calidad que heredé de mi anterior trabajo como ingeniero químico en la industria petrolera.

Cuando llevaba varios años de esta práctica empecé a reconocer algunos patrones en mis trabajos que me llamaron la atención. En los meses de otoño e invierno escribía textos personales e introspectivos, mientras que en primavera y verano me salían otros más livianos, historias ordinarias y llevaderas.  Me di cuenta que las partes que más me gustaban las escribía casi siempre estando afuera de Buenos Aires, en otras provincias o países.

También otras conexiones más raras como que escribía los pasajes más filosóficos en las épocas que tomaba mucho alcohol (como en las fiestas de fin de año o en octubre, mes en el que cumplen años varios de mis amigos) y los más delirantes cuando estaba saliendo con alguna mujer. Pero había una que me generaba una curiosidad particular y era que escribía los finales en lugares altos.  Por ejemplo, el último capítulo de La Selva Negra nació en la terraza de un piso 23 que alquilé quince días, mientras hacía una mudanza. El momento en que Mario Spena se reencuentra con su hija en Atila lo escribí en el Cerro López en Bariloche y la segunda parte de La Tercera Ronda, mi novela que más me gusta, la escribí en Bogotá a 2600 metros sobre el nivel del mar.

A partir de entonces, empecé a tener en cuenta estas aparentes casualidades para ver si se seguían repitiendo.  Llegué a estar tres semanas tomando vino o cerveza todos los días para preparar un ensayo de la revista Cerdos y Peces y salí dos meses con una chica que no me gustaba para escribir La Academia de los Muertos, que después se convirtió en una serie de ciencia ficción. Sentí que funcionaba. No sé si llamarlo cábala, condicionamiento, o lo que sea, pero me sentía muy confiado haciéndolo. Al fin y al cabo, estaba haciendo lo que mejor me sale, crear escenarios para ver como se desenvuelve un personaje.

Cuando mi nombre apareció en Wikipedia, sentí que era suficientemente famoso como para empezar una novela menos comercial y decidí irme un par de meses a Potosí a escribir los últimos capítulos. Al final me quedé veinte días, no porque no me gustase el lugar, sino porque en ese tiempo ya tenía 350 páginas que quemaban y una ansiedad loca por publicarlas. Me di cuenta que no me servía solo para escribir, había algo de estar en la altura que me hacía bien, me hacía feliz. Al principio me dije la estúpida frase “es psicológico”, como si eso fuese a cambiar algo.

Un tiempo después me pasó algo bastante raro. Una tarde calurosa de verano salí al balcón de casa a regar las plantas y quise entornar el ventanal para que no se fuera el aire acondicionado, con tanta mala suerte que se cerró. Por suerte tenía el teléfono en el bolsillo y pude llamar mi único amigo que tiene llaves, pero tuve que esperar hasta las 8 a que vuelva de trabajar. Después de un par de horas cocinándome en una silla, me saqué la remera y me la puse en la cabeza para cubrirme del sol.

Justo cuando estaba pensando que no aguantaría mucho más el ardor del chivo en los ojos escuché una voz del más allá. Del balcón de más allá:

  • ¡Eu!, ¿Estás bien? – resonó con eco en todo el pulmón de manzana.
  • ¡Sí!… ¡Me quedé encerrado afuera!… Y no quería quemarme tanto la jeta. – Contesté después de sacarme de un tirón la remera de la cabeza.
  • ¡Ahhh! ¡Menos mal…! ¡Pensé que había una travesti musulmana tomando sol! –

El chiste no fue bueno, pero la escena fue bastante divertida, pensé que la usaría en un texto alguna vez. Además, después de joderme, se quedó hablándome para que no se me hiciera tan larga la espera. Tuvimos una linda charla. Entre todas las preguntas estúpidas que le hice para sacar tema de conversación, una fue si le gustaba algún deporte. Me contestó que era instructora de montañismo. Esa palabra, después de rebotar en las paredes del cuadrilátero de cemento se metió en mi cabeza y quedo retumbando por varios días. Era exactamente lo que necesitaba.

Se llamaba Luciana. Se llama en realidad, porque no murió. Primero empecé yendo a la asociación en la que daba clases, “La escapada”, y después terminamos saliendo. Mientras más me metía en su mundo más me enamoraba. De ella y de la altura. Arranqué con un curso de trekking y montañismo en el que aprendí lo básico para preparar expediciones. Hicimos juntos algunas cumbres sencillas, pero nuestro verdadero objetivo era entrenar para las paradas bravas, como el Aconcagua o el Everest.

Fue uno de mis mejores momentos. Ahora que estoy acá pienso en que a veces uno vive distrayéndose con boludeces y descuida lo único que lo hace feliz, lo único que debería importar.  Cometí un gran error, nunca le conté nada sobre las verdaderas razones de mi tardía pasión por la altura. Al principio me pareció que no hacía falta que supiera nada y después se volvió demasiado importante para mí.

El punto más alto de nuestra relación fue en una expedición a la Cordillera Blanca en Perú. Yo no estaba escribiendo. Me tomé unas vacaciones de mí última novela porque sentía que estaba pasando por una etapa rara. Por momentos experimentaba una felicidad tremenda y en otros me sentía terriblemente asustado y ansioso. Todo me afectaba mucho más que de costumbre y por primera vez en mi vida no tenía el control, cosa que me producía muchísimo vértigo. Pero en aquel viaje nada de eso sucedió. Alcanzamos picos de cinco mil metros de altura en los que descubrimos paisajes inimaginables con pueblitos perdidos en la montaña en los que vivía gente que parecía de otro mundo, y entre nosotros dos sentimos una conexión mucho más poderosa que las estupideces que nos alejaban allá abajo.

Si hay algo que la caracteriza a Luciana es su sentido  de la percepción.  Por eso desde el principio supo que le ocultaba algo, que no le estaba siendo totalmente honesto. Varias veces me preguntó si me había metido en la asociación por ella y porqué hacía todo eso, pero yo evitaba el tema. Con el tiempo nuestras lunas de miel fueron perdiendo peso en una balanza que se cargaba por el otro lado con mis mañas y egoísmo. Además, se me hizo cada vez más difícil desaparecer varios días para escribir por alguna u otra superstición, o no inventar mentiras piadosas para no destapar una oleada de preguntas sin fin.

Finalmente ella me acorraló para tener una charla que yo sabía que tarde o temprano iba a llegar, pero no la esperaba en ese momento. Fue en su departamento, una noche de agosto. Me invitó de la manera más amable que pudo a que le cuente que había en esos lugares de mí  a los que no podía llegar e hizo hincapié en algunas virtudes mías que le gustaban mucho y que no quería dejar  de  acompañar. Yo lloré después de muchísimos años y sentí una tristeza inmensa, pero no me animé a contarle todo y volver a empezar. Decidimos separarnos. La verdad es que todavía no termino de entender bien porqué. Es una de esas tantas situaciones en las que soy perfectamente consciente de lo que tendría que hacer, de lo que me haría bien, pero algo adentro no me lo permite, un sensor en mi cerebro que no funciona.

Fue la última vez que la vi. Como si no me hubiese dado suficientes oportunidades ella intentó que nos encontremos un par de veces, pero yo no pude. Después de aquel episodio mi alter ego recuperó territorio y se construyó una coraza mucho más resistente que la que tenía varios años atrás, cuando armaba planillas de Excel para encerrarme en celdas de obsesiones. Empecé una nueva novela, la idea apareció en mi cabeza con una claridad excepcional. Otra vez, éramos mi pluma, la altura y yo. Y nada más.

Pensé que era el momento ideal para ir por el Aconcagua. La gente de la asociación hacía una expedición en marzo, pero yo no estaba dispuesto a aguantar todo ese tiempo sin una escapadita con la cabeza como la tenía. En un foro de montañistas me enteré de una pareja de irlandeses que iba a hacer un ascenso a principios de noviembre con un guía argentino. Les ofrecí hacerme cargo de los gastos si me dejaban sumarme. Al principio dijeron que no, pero yo insistí acusando que había sufrido el fallecimiento de mi hermano con quien iba a hacer esa expedición y fue tan desesperada mi súplica que tuvieron que hacerme caso.  En estos últimos meses nos reunimos varias veces para planificar el viaje, las primeras fueron bastante raras, pero después formamos un lindo equipo entre los cuatro.

Estas últimas semanas fueron las mejores de mi vida. Mientras más nos alejábamos de Buenos Aires más en casa me sentía. Una vez al pie de la montaña fuimos a ver el Cementerio del Andinista en el Puente del Inca. Fue muy emocionante, sentí el abrazo de todos esos amantes de la altura, de todos esos hijos del Aconcagua que fueron llegando igual que yo al lugar al que pertenecen. Volví a llorar, y desde el primer instante supe que tarde o temprano me quedaría ahí para siempre.

Arrancamos el ascenso con mucha excitación. Incluso al guía, a pesar de estar trabajando y con tres dementes, se lo notaba eufórico. Cuando superamos los 4000 metros, su lado profesional se impuso y nos alertó de que el clima no era el mejor para seguir adelante. Yo estaba dispuesto a continuar aunque me tropezase con la misma muerte y la pareja de irlandeses estaba todavía más enceguecida. Por eso no me da culpa.

Cuando llegamos al Niño del Inca a 5300 metros de altura sentimos que después de todo no éramos tan valientes. Hasta ese santuario los Incas subieron en taparrabo con un chico de alrededor de 7 u 8 años para practicar el “Capac Cocha”, ritual que consistía en sacrificarlo y enterrarlo con ofrendas. Una especie de mensaje o mensajero para los dioses, creo que eso quiere decir la traducción. Fue increíble ver nuestras caras en ese lugar, en las fotos parecemos ángeles. Después de ahí el cielo se puso oscuro y el peso de la decisión cayó sobre nosotros.

Hace dos días que perdimos al guía. Nos metimos en una cueva a esperar y a intentar comunicarnos, aunque a mí lo único que me importaba era tener un par de horas en algún lugar en el que pudiera escribir, antes de quedar como Jack Nicholson en El Resplandor. En el techo hay dos agujeros chiquitos que conectan con el exterior. Cuando sale el sol afuera, los rayos se cuelan y la nieve brilla, se ve con una claridad impresionante. Cuando se nubla casi no vemos.  El hueco por el que entramos ya está tapado. Irvin todavía está con nosotros, al menos de manera material. Está tirado a unos dos metros de donde estoy, pero dejó de moverse hace tiempo. Theresa fue a sentarse mirando a la pared de nieve donde antes estuvo la entrada. Debe pensar que está adentro de una nube.

Muchas veces pensé en escribir mi autobiografía y terminarla en la cumbre de una montaña, pero la verdad es que esperaba que fuese mucho más larga. Me encantaría que esto que me salió en el poco tiempo que tuve sea publicado alguna vez, pero no es esa la razón de este texto. Cada segundo en el Aconcagua, aunque fuera de los últimos, valió para mí lo mismo que mil años sobre el nivel del mar.  Por eso pido a quien me encuentre que por favor cumpla mi último deseo: que se entierre mi cadáver en el Cementerio del Andinista del Punte del Inca.

1 Comment

  1. Patricio
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    Lo sentí tan real que me emocionó y me angustió…
    Pero por sobre todo me encanto.

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