Ilustración por Darío Coronda
De chico le tenía miedo a muchas cosas. Le temía a la oscuridad, a dormir en casas ajenas y a la muerte cuando entendí que no iba a vivir para siempre. Pero había un personaje en particular que me impedía ser del todo feliz: los payasos.
En mi infancia me divertía mucho yendo al zoológico. Me encantaban los animales y quería ser veterinario. Cada vez que iba tenía que hacer el recorrido completo por el Zoo y saludar a cada uno de sus habitantes para que ninguno se ofenda. Averiguaba sus nombres, si no lo tenían se los inventaba y me apasionaba saber de qué parte del mundo venían. Hoy me doy cuenta de lo triste de esa curiosidad, de tener a los pobres animales encerrados en el medio de una ciudad pero, en ese momento, para mí el fútbol y el zoológico eran lo máximo. Salvo por una cosa: antes de llegar al lugar de mis sueños, tenía que pasar por mi peor pesadilla. El payaso de la entrada.
Cuando me subía al colectivo con mi vieja para ir a Plaza Italia, ya empezaba a atemorizarme ¿Estará o no estará? ¿Cómo hago para zafar? Mi mamá no me dejaba entrar al Zoológico por la puerta que daba a la Avenida Libertador, para que me curtiera y aprendiera a enfrentar mis miedos. No tenía mucha escapatoria, salvo cuando el de la nariz roja se iba de gira la noche anterior y no se despertaba para “alegrar a los niños”.
Hasta los cuatro o cinco años podía agarrarme de la pierna de alguno de mis padres y esconderme atrás de ellos cuando me sonreía el señor con la cara pintada, pero el problema sucedió cuando entré a la primaria. Un día mi vieja me dijo: “Hablé con la mamá de Fran y quedé en que el sábado los llevo a los dos al zoológico”.
El miedo se volvió doble. Ya no era solo el pánico al payaso sino también a la humillación que podía pasar si mi amigo se daba cuenta que un boludo con peluca me hacía cagar hasta las patas.
Llegó el día. Encaramos para el zoológico en el bondi, mi vieja, Fran y yo. Tenía que tomar valor y sonreírle al bufón pintado si se le había ocurrido ir hasta allá con sus globos. Obviamente el destino no me guiñó el ojo y el maldito estaba ahí.
Durante el viaje no se me había ocurrido que hacer o decir para evadirlo, pero al bajar del colectivo se me prendió la lamparita, como pasaba en los dibujitos que miraba en la tele.
– “Que salames son los payasos, se pintan la cara y dan saltitos, son para nenes chiquitos o giles. Crucemos por la otra cuadra, los odio”
Mi estrategia fue perfecta, ya que aunque Fran dudara de mi justificación, no iba a decir nada. Yo lo estaba invitando y no daba que profundizara en el tema. Tenían que ir por otro lado y punto. A su vez, él también estaba empezando una nueva etapa en el colegio y, si yo decía que era para nenes chiquitos, no podía decir que le gustaban estos trabajadores de la risa.
A pesar de haberlo esquivado, sentí su mirada. ¿Este hijo de puta no me va a dejar nunca en paz? ¿Será idea mía o me persigue para atormentarme? Levanté la cabeza porque la jugada me había salido bien. Lo miré. Y por primera vez, me cagué de risa en la cara de un payaso.
De esta manera tuve que recurrir a insultar a los Krusty de carne y hueso más de una vez. Su presencia me molestó durante un par de años más, pero así logré sacarme la presión de encima y ya no era que yo les tenía miedo, sino que ahora era un chico grande como para andar boludeando con señores pintados que hacían pavadas. La culpa no era mía, la culpa era del payaso.
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