Cargué toda mi adolescencia con una gran culpa. Fue por un evento que me sucedió el verano de 1974, en una casa que alquilamos en Miramar. Si esto hubiese pasado en una sociedad como la de hoy en día, me hubiera costado varios años de terapia y a mis viejos, como mínimo, el control pegajoso de una asistente social.
La historia empieza y termina con mi abuela María Haydeé Esquiza. “Tica”, como le decíamos nosotros, fue un apodo demasiado generoso para una vasca insufrible como ella. Sus más de ochenta años de vida no consiguieron ablandarle el carácter ni siquiera un poco. Nunca entendimos como Rodolfo, un pintor sensible y apasionado que supo ser escenógrafo del Colón, accedió a casarse con ella. Cuando él murió en el año 58, nuestra abuela se dedicó a hacer lo único que la hacía feliz: joderle la vida a los demás.
Para que se hagan una idea, les voy a contar una anécdota que la pinta de cuerpo entero. Fue un viernes a la noche, en nuestra casa del barrio de Flores. Papá y mi hermano Raúl tenían una cena en el club, así que estábamos solamente las mujeres. Cuando mamá nos llamó y nos sentamos en la mesa, notamos que Laura (mi hermana mayor) tenía un peinado sólido como el de una estatua.
Ella siempre tuvo rulos y como el pelo lacio era una moda que no se podía ignorar, se había pasado la tarde entera encerrada en su cuarto haciéndose la toca para que le quede planchado. Salía por primera vez con sus amigas.
Apenas la vio entrar, Tica sonrió y aprovechó que mamá todavía estaba en la cocina.
—Qué lindo te queda el pelo nena… Parecés un Sauce Llorón —le dijo mientras le miraba la cabeza y contraía la nariz con cara de disgusto.
Laura la ignoró con solemnidad, venía mentalizada de su habitación.
—Si llega a haber perros en la fiesta no te quedes quieta querida, no vaya a ser cosa que te meen los pies —dijo la vieja recorriendo a los comensales con la vista para ver quién se prendía al acoso.
Paula se rió. Era la más chica y tenía el humor más fácil. Las demás ni la miramos. Tica usaba ese tipo de chistes que de tan estúpidos eran efectivos. Esos que dan bronca por lo infantiles, no porque sean ingeniosos.
—Carlitos Balá se lo corta igualito, por ahí le podés pedir que te dé el número de su peluquero…
Tiró uno bueno, demostrando que tenía repertorio. Laura se puso colorada. Le había entrado el primer golpe.
—Es el mismo que le corta a los Beatles…
Intentamos aguantar las carcajadas. Mamá llegó de la cocina y a Laura la salvó la campana. Como ya no pudo ser tan explícita, empezó a cantar un tango antiguo como el saco de lana que tenía puesto, que se llama Melenita de Oro.
“A mí me llaman Melenita de Oro…
¡Si fuera por la vida!… ¡Estoy tan sola!..”
Repitió y repitió:
“A mí me llaman Melenita de Oro…
¡Si fuera por la vida!… ¡Estoy tan sola!..”
Los ojos de Laura se llenaron de lágrimas. Nosotras intentamos contenernos pero ya estábamos tentadas. Tica sintió que maduraba el Knock Out y saltó al estribillo imitando la voz de Raúl Lavié, que le salía igual:
“Melenita de Oro,
no rías, que estás fingiendo,
no rías, que estás mintiendo”
En el momento que entonó la palabra “mintiendo”, subió de tono, quebró la voz y extendió los brazos mirando al cielo. Todas explotamos de la risa. Laura se tapó la cara con las manos y salió corriendo a su habitación. No quiso ir a la fiesta.
Mamá la retó como si fuese una de nosotras, pero la vieja explicó que solo la estaba ayudando y se fue a dormir muy ligera de cuerpo, como si la conciencia fuese una prenda que se sacaba antes de ponerse el camisón.
Ahora que la conocen, volvamos a ese verano del 74 en Miramar. Mis hermanas más grandes -Laura y Silvia- ya estaban casadas y se iban de vacaciones con sus maridos. Mi hermano Raúl, que acababa de cumplir veinte, fue a Mar del Plata con los Salerno, una familia que conocíamos del club y tenía un hijo de su edad.
Por primera vez en mis catorce años me tocaba ser la más grande y encima Paula, la que me seguía, había llevado una amiga, o sea que eran dos las personas que tenían que obedecerme. Además de nosotras tres y mis padres, como a todas nuestras vacaciones, fueron la abuela Tica y una amiga soltera de mamá, a la que le decíamos Nita.
Una noche, alrededor de las 9, terminamos de comer y nos fuimos a sentar con Paula y su amiga Manuela a las escaleras de la entrada de la casa. Llovía, así que nos quedamos en la parte techada viendo si afuera pasaba algo más entretenido que adentro. Habíamos estado todo el día encerradas y ya no sabíamos que más hacer.
—Veeeeo, veeeeo…— entonó Paula con su característica falta de ritmo mientras yo, con la pera sobre las rodillas, miraba a una paloma que se ensanchaba sobre su nido para que sus pichones no se mojen.
— ¿Quéeeee ves? —contestó Manuela.
—Una cosa…
— ¡Basta! —interrumpí—. ¡No aguanto más! Por favor pensemos en algo para hacer, me muero del aburrimiento…
—Pero, ¿Qué querés que hagamos? —dijo Manuela —. Ya terminamos el único libro de cuentos que tienen, jugamos tres veces al juego de la Oca…
—¿Y si hacemos que somos actrices? —propuso Paula.
— ¡No! Basta de imaginación… Cuando llegás a los catorce deja de ser divertido, ya vas a ver…
—¿Y entonces? Dados no tenemos y el único mazo de cartas que hay es de Tica y no lo presta… —dijo Paula cruzándose de brazos.
— ¿Y si se los saco ahora que está durmiendo?
— Estás loca…
— Yo no sé si me animo a jugar… Mirá si están embrujadas…
— ¿Qué me puede hacer?
Esa pregunta fue más para convencerme a mí que a ellas. Mi mente juvenil no podía alcanzar ni por casualidad los límites de la maldad de la vieja. Me arrepentí apenas entré, pero ya había dictado mi sentencia. Era la más grande y tenía que ser valiente.
Llegué a la puerta de su cuarto y apoyé la oreja en la cerradura. El silencio era absoluto. Giré la manija y empujé un poquito. Me saqué los zapatos y pasé del otro lado. Esperé quieta unos segundos, pero no conseguí ver nada, Tica y la oscuridad dormían abrazados. Fui en puntitas de pie hasta la cómoda, tiré de la manija del cajón y metí la mano. Agarré el mazo, me lo metí en el bolsillo y salí mucho más rápido de lo que había entrado.
Cuando me vieron llegar con el tesoro, las chicas me aplaudieron y yo les hice una reverencia. Estaba feliz. Mamá acababa de pasar a decirles que se iba a dormir y que no se quedaran hasta muy tarde, así que nos pusimos a jugar a la Canasta sin perder tiempo.
No ligué nada, ni una mano como la gente. Me agarré tal mal humor que no quise ni terminar la segunda partida. No podía creer que estuviera perdiendo contra dos nenas de once años. Manuela ganó la primera y cuando Paula se cortó y se dirigía a un triunfo seguro, les dije que estaba muy cansada, que me quería ir a dormir y que si querían seguir iban a tener que devolver el mazo ellas mismas.
No había dudas que estaba embrujado. Sentí que me asfixiaba, que tenía que sacármelo de encima rápido o si no me iba a pasar algo malo. Lo ordené exactamente como estaba, como había salido de un bazar en su caja de madera muchísimos años antes y como lo había mantenido siempre esa bruja obsesiva. Cualquier alteración hubiese sido detectada.
Repetí los pasos de la vez anterior hasta el interior de su habitación y cuando llegué a la cómoda me di cuenta que el cajón había quedado abierto de par en par. Me subió un escalofrío por la espalda. Metí las cartas y empujé despacito hasta el fondo, pero me temblaba tanto la mano que se escuchaba el rebote de la madera contra el riel. Cuando giré para salir, le pegué con el codo a un frasco de perfume que cayó seco al piso con un ruido que me congeló la sangre. Pegué tres zancadas, salí y cerré la puerta.
Caminé lo más rápido que pude hasta nuestra habitación, me metí en la cama y me tapé hasta arriba de la cabeza. Las chicas se estaban poniendo el pijama y me preguntaron qué me pasaba. Contesté “apaguen la luz que me escuchó” y sentí sus caras de miedo a través de mi escudo de frazadas.
Estuve un rato largo hasta dormirme. Imaginaba que Tica iba entrar en cualquier momento y nos iba a increpar por haberla invadido. Yo iba a tener que confesar y ella me iba a torturar toda su vida.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, estaba sola en el cuarto. Me levanté de la cama, me cambié y fui resignada al comedor a cumplir mi condena. Cuando llegué, los vi a todos sentados en la mesa llorando. Tica había fallecido.
A mí, lo único que me preocupaba era que las chicas le hubiesen contado a mis viejos. En ese momento se me hizo difícil entender la magnitud de lo que acababa de pasar y estaba convencida que la vieja lo había hecho para vengarse, porque le robé su mazo. Y si de eso se trataba, Tica muerta y todo, era una especialista.
Si todo esto no les parece suficiente trauma para una chica de catorce años alumna de un colegio de monjas, escuchen lo que viene ahora. Cuando terminamos de desayunar, Héctor, mi papá, que era jefe de cardiología del Hospital Francés y tenía la sensibilidad de un matarife, nos llevó a Paula y a mí a un costado y nos dijo:
—Chicas, necesito que sean valientes. A Tica no la podemos enterrar acá, porque no la va a venir a visitar nadie. La tenemos que llevar a Capital. Por favor, vayan a su cuarto, hagan sus valijas y pórtense bien que su mamá está muy triste y las necesita. En un rato salimos para allá…
Siete personas, en ese momento, era un muy buen número para hacer 500 km en auto. Papá ostentaba el record de llevar once “cristianos” hasta Mar del Plata y aunque fuimos bastante apretadas, sabíamos que cualquier queja hubiese significado escuchar la anécdota de nuevo.
Adelante fueron mis viejos y en el asiento de atrás viajó Nita en la ventana derecha con Manuela en sus faldas, Paula, yo y el cadáver de Tica camuflado por unas gafas negras. Lo más irónico es que era la única que tenía puesto el cinturón.
Cada vez que doblábamos a la izquierda, la vieja se me caía encima y yo la tenía que empujar de vuelta contra la ventana. Nita, que era la mejor alumna de la abuela, trataba de disimular la risa mirando por la ventana, pero la verdad es que no le salía para nada.
A la altura de Dolores, nos frenó la policía. Y mirá que en ese momento tenías que estar haciendo algo raro para que te paren… Cuando nos hicieron la seña, en esos metros se tarda en frenar, mi vieja tuvo otra gran idea.
—Clara… Acostate sobre Tica y hacete la dormida.
—Pero mamá…
—Rápido…
Apoyé la cabeza en su costilla, cerré los ojos y le crucé el brazo sobre la panza. Su ropa estaba fría. No tenía olor a Tica. No digo perfume, sino ese olor que tienen algunas personas en la piel. En ese momento me cayó la ficha. Me di cuenta que ya no estaba.
—Buenas tardes…
—Buenas tardes oficial, ¿algún problema?… ¿Venía rápido?…
—Control de rutina, no se preocupe —dijo el policía apoyándose en la ventana y mirando para adentro del auto —. Los papeles del vehículo y su registro por favor.
—Sírvase…
El policía se irguió, revolvió los documentos en sus manos y los devolvió. Miró a la ventana de atrás y puso cara de sorprendido.
—¿A la señora le pasa algo?… Tiene puesto el cinturón…
—Duerme no más, es para sostenerla… Si no se despierta y… —dijo papá sacudiendo la mano derecha y arriesgando una risa falsa—. Créame que la prefiere dormida oficial…
El policía soltó una carcajada lenta, le pegó al techo y dijo “avance”.
El auto arrancó y los párpados se me llenaron de lágrimas. La apreté con el brazo y le dije que la iba a extrañar. Sentí que me acariciaban la rodilla y cuando abrí los ojos, mamá me estaba mirando con una ternura en la cara que jamás le había visto antes.
Me quedé acostada sobre ella hasta que entramos a Capital. Cuando la dejamos a Manuela, mamá le pidió que por favor no le cuente nada a su familia hasta que ella los llamara y les explicara lo que había pasado. Nunca más la volví a ver en casa.
Dos días después, cuando llegamos a casa del entierro, mamá me llamó a su habitación. Estaba sentada en la cama con los ojos llorosos y una mano atrás de la espalda.
—Clara, Tica me pidió que te diera esto cuando ella ya no esté. Para que no la olvides…
El mazo sigue en mi mesita de luz, prolijamente ordenado en su caja de madera. Ustedes piensen lo que quieran, pero yo no lo presto.
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