Por Catalina Nicola
Tarde de un domingo lluvioso, sola en casa con varias tareas pendientes pero que el día me obliga a ignorar, acostada en mi pieza navegando por Spotify, buscando de manera casi masoquista esa playlist vieja y melancólica que acompaña perfecto el bajón. Me pierdo mirando la ventana gris, recorriendo las gotas de agua que van cayendo por el vidrio, todo se vuelve nostálgico y los recuerdos empiezan a aparecer. Abro el Word, miro la hoja en blanco que me invita a tipear, y me dejo llevar.
Me transporto a mi infancia, a las tardes de juegos infinitos en la casa de mi abuela Lala, con mis hermanas y las vecinas del barrio, donde el tiempo parecía detenerse. Lo único que nos sacaba de nuestras aventuras lúdicas era el llamado de la abuela, que nos esperaba con la merienda servida. Todavía puedo sentir el olorcito de la leche caliente en la taza, que bastaba con apoyarla en los labios para que el calor comenzara a recorrer el cuerpo casi erizando la piel, las tostadas recién hechas y el dulce casero al alcance de mi pequeña mano.
Cuando éramos chicos nos preguntábamos, en realidad los adultos nos preguntaban, qué queríamos ser de grandes. Esa respuesta podía cambiar todos los días, pero a veces solíamos tener una preferida. La mía, casi siempre, era ser actriz. Me atrapaba la idea de poder convertirme en un sinfín de personajes, no estar atada a ser la misma de siempre, ni vivir en el pueblo de siempre, cruzándome a la misma gente de siempre. Ser actriz para mi era poder seguir jugando de grande, era seguir abriendo el baúl de los disfraces y cada día transformarme en alguien distinto, viajar por las infinitas posibilidades de la imaginación. Poder ser la maestra más exigente del colegio, la mamá que se queja limpiando la casa sola porque sus hijos no ayudan en nada, la abuela chef que crea manjares culinarios cada vez que toca la cocina, hasta incluso subirme al escenario para cantar como Britney, o actuar en la peli más taquillera con Johnny Depp.
Jugar era crear un mundo propio, servirse de los objetos que tenía más cerca para transformarlos en las piezas mágicas de la historia que ese día quería contar. Cada vez que me sumergía en el juego dejaba que la imaginación me guíe, pero que estaba atravesada por cómo me sentía, eso era clave en el rumbo del juego. Muchas veces, ese jugar terminaba siendo la posibilidad de abstraerse de lo que pasaba afuera, era tener el poder de cambiar la realidad por una más linda, más interesante. De chica era la salida a las peleas de mis viejos, a los retos por las malas notas del cole, a las injustas veces que mis hermanas se salvaban por ser las más chicas y la culpa siempre era mía por “no dar el ejemplo”.
Mientras fui creciendo, esas ganas de actuar se empezaron a mezclar con el placer que encontraba en la lectura. Meterme tanto en las historias hasta formar esa especie de película interior, imaginando a cada personaje como un rompecabezas que se iba armando a medida que pasaban las páginas. En realidad, era una forma de actuar con la imaginación, siguiendo el guión que te regala el libro, creando el escenario para esos personajes y, por supuesto, metiéndome en la piel de alguno, aquel con el que más me identificaba.
Ese amor por la lectura me llevó a escribir, a encontrar la magia de una hoja en blanco como una oportunidad de crear, de jugar con la imaginación, de abstraerme de la realidad, una vez más. Recuerdo buscar hojas viejas, esas amarillentas con olor a guardado, porque sentía que inspiraban más, que te contaban historias. Empecé a guardar mis creaciones, a veces cuentos, a veces solo reflexiones, en una carpeta escondida en un rinconcito de la pieza. Porque te enseñan que escribir es algo íntimo, como los diarios, que hay que guardarse para uno.
Un día llegó la facultad, y con ella un cúmulo de responsabilidades, ansiedades y poco tiempo para todo. Esos libros en los que me sumergía empezaron a llenarse de polvo en la biblioteca, las lecturas académicas eran las únicas sobre la mesa. Empecé a olvidarme de escribir para soñar, ahora se escribe para aprobar. El día giraba en torno a obligaciones, fechas, trabajos en grupo, y casi siempre, mal humor. El tiempo libre era para dormir o mirar Netflix, que no implica pensar ni jugar. Me olvidé de jugar.
¿Será por eso que los adultos se convierten en personas aburridas, que se enojan mucho y siempre están apurados? Qué lejos queda la alegría de la infancia, la capacidad de asombrarse de lo simple, de no vivir corriendo por un futuro que abruma y apura, cuando es tan lindo vivir el presente.
Mientras escribo me doy cuenta de que es un poco como jugar, claro, escribir es jugar con las palabras. Ya no tengo la mirada perdida en el gris de la lluvia, estoy viajando por los recuerdos de mi infancia, recorriendo mis pasos hasta hoy, encontrando una salida mágica a la monotonía del domingo lluvioso. La playlist ya no me parece nostálgica, siento la música como una invitación a ser niña de nuevo, por un ratito, a través de las palabras.
Este texto surgió de los talleres de escritura creativa de Wacho.
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