Las astas del ventilador dan vueltas, vueltas y vueltas. Pasaron algunas horas desde que lo miré por última vez con la claridad que lo veo ahora, pero podrían haber pasado años, vidas. El viento que me eriza la piel ahora llega frío, casi helado. Me destempla y me aísla completamente en un microclima que existe sólo para mí y en mi cuarto. Afuera hay un calor húmedo, áspero y pegajoso. Pero acá, gracias al aire acondicionado, puedo sentirme a salvo. Y digo gracias porque conseguir un aire acondicionado en un hotel de India por sólo 400 rupias -algo así como 350 pesos argentinos- es casi un milagro. Es la primera vez que ese milagro se materializa en todo mi viaje por este país, y, vale decir, que con 49° de sensación térmica todos los días uno aprecia y disfruta esa comodidad como si fuera única. Como si la vida dependiera de ese aparato ruidoso que revuelve viento helado una y otra vez. Constantemente, sin parar siquiera para descansar, y logrando así crear un oasis dentro del infierno terrenal que pueden ser las calles de Varanasi.
Pero no quiero desvariar, el aire acondicionado poco tiene que ver en esta historia. ¿Qué era lo que realmente me trajo a vomitar palabras en la computadora a las tres de la mañana de un domingo? Ah cierto, Varanasi… Ese es el lugar. El dónde. Ahora tendría que hablarles del cuándo. Fue a casi dos meses de haber llegado a India. Al poco tiempo de terminar mi viaje por el intrigante y casi indescifrable reino de los 33 millones dioses de los cuales sólo logré conocer a 4. Fue una noche de sábado calurosa –cierto, por eso venía el tema del aire. Decidí escaparme de ese oscuro cuartito del Sandhya Palace Hotel para perderme en las calles de Varanasi. Esas donde la oscuridad y el silencio son moneda corriente. Donde la luz aparece como destellos a través de autos y motos que corren de un lado a otro buscando un lugar de paz dentro de tanta oscuridad. Donde las miradas se cruzan unas a otras en complicidad sin tener una respuesta clara de por qué entre tanta penumbra sólo algunos pocos alcanzan a ver con verdadera claridad.
Toqué la puerta de la habitación 306 del hotel y me volví a encontrar con mis dos amigos y compañeros de viaje: Marcos y Sebas. El calor también los agobiaba y por supuesto, sus ganas de escapar aunque sea mentalmente de esa caldera eran más potentes. Así que los tres decidimos pisar el asfalto en busca de una pizca de aire en las calles de Varanasi.
Ahora podría empezar a hablarles de uno de los protagonistas de esta historia: Vijay. Para entender un poco mejor habría que explicar que el indio promedio es por demás amistoso. Le gusta hablar, aunque a veces poco se logre entender de esa mezcla de hindi e inglés con la que se expresan. Aún así busca complicidad en los ojos de algún turista y habla. Mucho. Por demás. El tópico a veces es secundario cuando se trata de aprender sobre otras culturas y por eso, habla. Es fanático de su religión y seguramente toda charla, tarde o temprano, termine en un tema relacionado a ésta. Tal vez por la curiosidad de uno o simplemente porque para ellos todo gira en torno del hinduismo. De sus 33 millones dioses, del moksha, el dharma y el karma.
Vijay no se distinguía del indio promedio sino era por una sola cosa: su energía. Una muy rara y llamativa que te obligaba a pegarte a él como si se tratase de un imán poderosísimo. Lo conocimos por una de esas casualidades de la vida en las escaleras del Hanuman Ghat, muy cerca del famoso crematorio de Harischandra Ghat –el segundo en importancia en todo Varanasi. Habían pasado varias horas desde que en un charla entre bocados de “chapati” y “palak paneer” habíamos deslizado la idea de conocer cara a cara a un gurú hindú para que “nos de vuelta el mundo con una palabra”. Esa era nuestra idea y objetivo del día; y conocer a Vijay era, en ese marco, un paso muy grande que nos acercaba claramente a ese objetivo.
Las palabras que salían de su boca cuando intentaba explicarnos que “vivía en los ghats -las famosas escalinatas que bajan al Ganges- simplemente porque quería –aunque tenía una casa con cama y colchón donde dormir…” llegaban a nuestros oídos con una energía especial. Esa de la que hablé al principio. La que atraía intensamente y generaba algún tipo de adicción muy difícil de explicar. Porque aunque tenía una esposa e hijos con los que vivir, iluminar su mente y alimentar su espíritu eran mucho más importante en su vida.
Eran esas mismas palabras con las que nos explicaba la historia de a quien él llamaba tío; un clásico gurú hindú que hace algunos años había decidido dejar todo para esperar su muerte en ese lugar tan especial donde la luz y la oscuridad se unen en un solo fin. En esas frías y eternas escaleras donde día a día una nube espesa de humo que llega de los crematorios le recuerda que le falta cada vez menos. En el lugar donde los segundos, los minutos y las horas lo persiguen en una especie de cuenta regresiva a la que sólo le hace falta llegar a cero. Ahí fue que lo conocí a él. Sentado a un costado meditando y mirando vaya uno a saber qué. Por el bien de esta historia –y el respeto que uno puede llegar a tenerle a una persona así- prefiero guardar su nombre en mi memoria. Pero sí puedo decir que era exactamente igual al estereotipo que seguramente tenés ahora en tu cabeza sobre cualquier gurú indio –pelo largo y blanco al igual que su extensa barba, túnica naranja a medio poner resaltando su despojo de la vida material, y una tranquilidad absoluta que parecía estar constantemente en un nirvana profundo.
Vijay nos presentó con el gurú cerca de las 10 de la noche de ése sábado. Las emociones de la tarde, la comida recién procesada en nuestra panza y la oscuridad de Varanasi eran suficientes para colmar mi mente; pero mi cabeza no podía dejar de pensar ni mirar a ese ser extraño que peinaba su barba y nos miraba cual psicólogo esperando llegar a una conclusión. Tardó en decir sus primeras palabras. Aunque para ser sincero creo que una persona así no necesita muchas palabras para explicar realmente lo que quiere. Lo que siente. Con un gesto amable unió sus manos, nos miró a los ojos y deslizó un cálido “namaskar” que calmó las aguas y sirvió de bienvenida. Vijay era su traductor. Cada palabra que salía de su boca era pasada al inglés por él, y explicada a como si fuera parte de algo mucho más profundo. Como si sus palabras por sí solas no bastaran para iluminarnos…
Sus silencios se hacían oír cada vez más fuertes. Cada segundo que pasaba era parte de un momento especial, de esos difíciles de explicar pero que llegan a un nivel de profundidad que muy pocos podrían lograr. Después de varios minutos así, susurró unas palabras que Vijay tardó en comprender. Estiró su oreja lo más que pudo, obligando al gurú a repetir sus palabras. Ahora sí había entendido, y aunque en su cara había un dejo de inseguridad, bajó la cabeza y obedeció a su tío como un cachorro lo hace con su madre.
Desapareció unos minutos sin explicación y dejándonos a solas con el gurú. Nadie se animó a decir una palabra. El silencio reinaba, pero era tan pacífico que hacía que poco importara que a pocos metros nuestros la vida peleara con la muerte cara a cara en cada una de las cremaciones que se llevaban a cabo al borde del Ganges. Vijay volvió envuelto de una nube de humo que lo seguía desde los escalones del Harischandra Ghat. Una botella de jugo de mango se escondía entre su codo y su pecho, y una sonrisa cómplice con su tío lo delataba. No sabíamos muy bien qué se traían entre manos, pero ambos estaban seguros de lo que hacían.
El gurú agarró la botella fría de Mazzaa –la marca más famosa de jugo de mango en India- y lo mezclo con lo que según Vijay eran “ingrediente sorpresa” que nos iban a ayudar a ver más allá. Obviamente la primera pregunta que se nos vino a la cabeza a todos fue más allá de dónde… Pero aún así, nos dejamos llevar por el momento. Quizás el hecho de estar sentado al lado de un gurú indio en la orilla del Ganges y en uno de los ghats más significativos de Varanasi ayudó para que siguiéramos el juego y confiáramos en ese trago espiritual que nos estaban preparando.
Cuatro vasos de metal se llenaron con la botella, espiritualmente adulterada, de Mazzaa y el brindis empezó sin dejar lugar a mucho más. Mientras por nuestra garganta corría ese espeso y algo amargo jugo de mango, el gurú entonaba una especie de mantra. Vijay nos miró a los ojos, uno por uno, y dejando el vaso casi vacío nos prometió que algunas horas después, y sin mucha explicación lógica, íbamos a volver a escuchar la voz del gurú entonándonos ése mantra. ¿Cómo? No sabía cómo explicarlo.
Lo que pasó una media hora después hasta el día de hoy es confuso. Quizás difícil de explicar y mucho más de recordar. Pero voy a hacer el intento aunque a mi cabeza hoy le cueste distinguir entre la fantasía y la realidad que se vivió esa noche…
Lo primero que recuerdo son risas. Fuertes risas sin sentido. No había un porqué. Pero hasta el gurú reía relajado mientras de algún celular se escuchaba una cítara crujir. Los ojos ya no veían con claridad y el aire que se respiraba, fuera así o no, olía a ghat. A Varanasi. A muerte…
Vijay pudo parar su risa. Como si algo lo hubiese perturbado o si algo más importante le hubiera ocupado la cabeza. Ese parate hizo que todos, poco a poco, dejáramos de reírnos. Esos segundos entre el éxtasis y la serenidad fue suficiente para que la mente tomara consciencia por primera vez. Lograra darse cuenta lo que la nariz había estado anticipando: el olor a muerte era real. La muerte estaba presente en esas escaleras al borde del Ganges. Varios cuerpos perdían la batalla enfrente nuestro mientras el fuego se tomaba las últimas gotas de energía que les quedaban para luchar por su vida. Era eso. La risa no era más que un sedante de nuestra cabeza para esquivarle a la cruda realidad que nos rodeaba. Y aunque una vocecita nos repetía constantemente: “es cultural, es cultural…”, no había nada en ese momento que pudiera alejarnos de la sensación de estar viviendo nuestra propia muerte.
La vista se nubló con el humo y mi próximo recuerdo me lleva a la cima de un templo. El templo de Shiva arriba de las escaleras del Hanuman Ghat. Una vaca de mármol decoraba la entrada y varias flores amarillas se esparcían alrededor de sahumerios que encendidos intentaban hacernos olvidar ese fuerte olor que llegaba desde el Ganges. El gurú ya no estaba con nosotros. No sé qué habrá pasado. Quizás su Mazzaa adulterado lo dejó de cama, o tal vez no fuimos lo suficientemente iluminados para él. Vaya uno a saber qué fue lo que pasó en el medio pero ya no estaba con nosotros. Vijay, en cambio, estaba sentado en uno de los escalones del templo y nos intentaba explicar la esencia del Indio como persona. De porqué en lo más profundo de su ser siguen siendo esclavos. Esclavos de la religión. De la familia. Del trabajo. De las reglas no convencionales sociales que según él los siguen encerrando en una cárcel mental de la que muy pocos logran salir –quizás algunos que lograron liberar su mente. De por qué adoran a un dios mitad hombre mitad mono, que vivió toda su vida sirviendo. Siendo un esclavo. Y sin embargo ellos sienten devoción hacia él. Lo toman de ejemplo.
De a poco las palabras y las explicaciones de Vijay empezaban a tomar un curso inexplicable. No había hilo conductor que nos llevara por ese viaje mítico donde dioses, mortales y animales se mezclaban en una sola historia intentando explicar el origen humano o por lo menos el de la India. Las voces se deformaban como si fuesen las de una película de Disney. Agudas y aniñadas. Esas que molestan el tímpano cada vez que se escuchan. Los colores se distorsionaban con cada destello de luz que se aparecía por nuestra retina. Las caras se empezaban a derretir con el sofocante calor que empezaba a aniquilar la noche de Varanasi. 45 grados. Ya no caían gotas por nuestro cuerpo, éramos casi cataratas humanas que nos deshidratábamos con cada segundo que pasaba. Nunca el aire acondicionado había sido tan vanagloriado por nosotros. Y las historias de Vijay, por mayor encanto que pudieran tener, sólo tenían sentido adentro de una heladera fría.
Viendo que nuestro cuerpo y nuestra mente estaban en dos lugares completamente diferentes, Vijay ofreció llevarnos de vuelta al Sandhya Palace Hotel. A ese pequeño y oscuro cuartito que tenía lo más preciado para nosotros en ese momento: aire acondicionado.
El camino, de la mano de Vijay, fue lo más parecido que viví a una montaña rusa psicodélica en mi vida en la que todo tipo de estados de ánimo, colores brillantes y personas se cruzaron sin ningún tipo de explicación. Nos subimos a un clásico tuk-tuk bicicleta –o rickshaw, como le dicen en India- y pasamos 10 minutos que parecieron 30 mil. La velocidad de 5 km por hora a la que íbamos fue para mí cerca de los 300 km por hora dentro del Millennium Falcon de Star Wars. Esquivando charcos, perros, puestos callejeros y algunas bolsas de basura viajamos a la velocidad de la luz en busca de ese tan preciado cuarto del Sandhya Palace. Atrás quedaba el olor a muerte de los ghats, aunque para ser sincero –y tal vez a una velocidad parecida- creo que nos siguió todo el camino y sin pedir permiso se fue colando en nuestro viaje…
Nuestros cuerpos eran pura agua. Por nuestra ropa caían gotas y gotas de transpiración que parecían haber salido del Ganges. Es más, ahora que lo pienso: ¿Habremos por alguna razón llegado a sumergimos en el tan sagrado río hindú y el más contaminado del mundo? No lo sé. Hasta el día de hoy sigue siendo un misterio que no pudimos resolver en ningún momento. Lo que es seguro es que nuestros cuerpos, nuestra ropa, nuestro pelo… todo estaba empapado y no encontrábamos explicación alguna –el calor, seguramente pudiese tener la respuesta.
Entramos al Sandhya Palace con una gran sonrisa. De alguna manera ese viaje por la India más cruda y más salvaje, la que conecta la vida y la muerte en tan sólo un instante, la que lleva a personas a esperar su próxima vida a la orilla de un río, la que te muestra lo fácil que puede irse la vida y lo fácil que se olvidan de uno cuando se convierte en cenizas; ésa estaba llegando a su fin. Sólo quedaban recuerdos borrosos y resquemores de esa larga noche con el gurú y Vijay. Una electricidad intermitente nos golpeaba cada tanto intentando despejar los pensamiento y volver a conectar nuestras cabezas con la realidad. Esa que se escondía en cuatro paredes con aire acondicionado. Esa que guardaba nuestro gran cable a tierra.
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