Por Carla Andriossi
Una mañana de esas en las que nadie desea salir del confort de su cama y de las frazadas envolviendo de calor la piel, Estela estaba lista a las 8 a.m. en la puerta de su casa esperando un remis. En zona sur se podían sentir los 3° del invierno de julio, se podía ver la neblina sobre la ruta y el rocío sobre el pasto, oler la calle de tierra mojada, el pan recién horneado de la panadería de la esquina y el café que dejó preparado en la cafetera.
No estaba sola sino junto a un bolso con ropa, una cartera con medicamentos, cremas y algún peine, una pequeña caja con algunas fotos y una libreta donde anotaba sus recetas, números de teléfono y fechas importantes. A la edad de 89 años Estela se va de su casa, se independiza de su marido. Ella es la mujer que todo hombre desea, que todo hijo y nieto desea, la que el patriarcado necesita para seguir funcionando. Tana, esposa, madre, nona, ama de casa, buena cocinera, en fin, la eterna cuidadora de una gran familia.
Estela, dejó el desayuno listo, la casa limpia y la heladera llena pero esa mañana estaba lista para partir por siempre de su casa de toda la vida. Venía amasando la idea en su cabeza hace semanas después de una charla que tuvo con su nieta menor, quien está a punto de irse a vivir a otra provincia. Escuchó todas sus ideas, sus sueños y esperanzas, se empapó de todos los sentires de Lu, entró a su cuarto, levantó la baldosa floja en donde esconde algunos dólares y haciendo de cuenta que le daba la mano, se los dio para ayudarla con todo eso que añoraba, aunque sea un poquito.
Desde aquella conversación Estela no pudo frenar el impulso por liberarse, la necesidad imperiosa de descansar del trabajo, el deseo de alcanzar la paz en lo que le quedaba de vida. Tampoco quiso hacerlo. Consiguió una casa pequeña en un barrio cercano y ahí estaba, una mañana de julio parada frente a su casa con sus manos entrelazadas y hamacando sus pies a la espera del auto que la llevaría a su nueva vida.
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