Los militares te paran seguido cuando vas manejando por la isla de Bioko. Al principio me daba pánico, pero después me fui acostumbrando a los controles, las preguntas, la desconfianza. Te pedían el pasaporte y el registro, y controlaban que todo estuviese bien con la visa. También, según el caso, te preguntaban si tenías fanta o algo para tomar. En Malabo hacía calor.
A mi compañero Javier no le dieron el registro para manejar. Los dos presentamos los mismos papeles y, obedeciendo instrucciones de Pedro, pagamos un sobreprecio que aparentemente era parte del trámite. ¨Su visa no aplica para una licencia de conducir¨, fue la explicación que le dieron, pero yo tenía la misma visa. Javier es español, y resulta que ser español en Guinea Ecuatorial puede no ser lo mejor que te haya pasado en la vida.
Mientras que a mí me preguntaban si Messi era de mi misma tribu y yo automáticamente contestaba que sí, a Javier no le demostraban la misma simpatía. Existe un resentimiento todavía muy a flor de piel con respecto a los españoles, fogoneado por discursos incendiarios del presidente. Agradecí ser argentina y nunca estuve tan contenta de haber nacido en el mismo país que Lionel. Sin embargo, darme cuenta del resentimiento propiciado desde arriba me chocaba bastante.
Hablando de españoles y de España, me tocó estar allá cuando la selección española de fútbol fue a jugar un partido amistoso contra el Nzalang Nacional, el equipo de fútbol nacional de Guinea Ecuatorial. Tal vez recuerden este episodio porque, de repente, Guinea apareció en los diarios del mundo. Un escándalo absoluto, indignados por todos lados, críticos, ¿cómo iba la selección campeona del mundo a jugar a un país con un gobierno dictatorial, involucrado en hechos de corrupción y violación a los DDHH?
Después de un tironeo eterno y debates de todo tipo, decidieron visitar Malabo y jugar el partido; pero se negaron a que Obiang Nguema Mbasogo estuviese en la cancha y se sacara una foto con ellos. Gran negociación en un país en donde el presidente es casi equivalente a dios y su foto está colgada en cada habitación, pública o privada (¨el hombre de las paredes¨, lo llaman algunos en voz muy muy baja).
Conseguí entradas para el partido y fuimos con dos amigos esa noche a la cancha. Yo estaba emocionada por tanta emoción. Todo el mundo en Malabo hablaba del partido hacía semanas y esperaba a los jugadores españoles como si se trataran de algún tipo de divinidad. A mí, que el fútbol me da igual, me conmovía el éxtasis colectivo que se había apropiado de la capital ante la llegada de los reticentes visitantes.
Esa noche, en la cancha, estaba peinándome en el baño mientras dos chicas guineanas se pintaban los ojos con la cara a dos centímetros del espejo. Tenían vestidos cortos y ajustados, y zapatos Louis Vuitton; a todo trapo para ver a la Nzalang Nacional. De repente, escuchamos un bramido que llegó desde afuera hasta donde estábamos. Nos miramos incrédulas y entendimos que lo insólito estaba sucediendo: el Nzalang había marcado el primer gol del partido contra España. Nos abrazamos y saltamos festejando ese punto que significaba un milagro para esa tribuna ardida.
Salimos del baño y todo el mundo sonreía y hablaba a los gritos. Más tarde el equipo español ganaría el partido, como era de esperar; pero esa noche pude festejar un gol que sentí un poco mío también. Haber sido testigo de la expectativa que había generado la visita de los entonces campeones del mundo generó en mí una empatía deportiva sin precedentes. Mi alegría fue tan genuina que hasta me tomó por sorpresa.
La salida del estadio fue un caos. Decidimos ir a un bar para no terminar la noche temprano. Yo pensaba en que probablemente los críticos -que tenían argumentos muy válidos- jamás entenderían lo que significaba en un país tan aislado y hermético la visita de esos ídolos “inalcanzables”. La selección española dejó Guinea de inmediato y con ellos se fue también la horda de periodistas que había ido a cubrir el evento. A mí todavía me quedaba un rato más en la isla.
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