Hace dos semanas arranqué terapia por cuarta vez en mi vida -aunque hubo una primera de niño que no recuerdo en lo más mínimo. La última vez abandoné en parte por la llegada de la pandemia y en otra porque, inocentemente, pensaba que ya no la necesitaba. Quizás como mecanismo de defensa ante un posible año lleno de incertidumbre, caos, fracasos y enrosques que no estaba preparado para afrontar en ese momento.
Pero hace poco y después de meses luchando contra la soledad y sumergido en eternos pensamientos sobre mi “yo del pasado, presente y futuro”, decidí volver a darle una chance. Quise tener nuevamente ese espacio para hablar con alguien de mi sin tener un silencio como respuesta ni caer en repeticiones absurdas que no llevaban a ningún lado. Quería retomar ese espacio para debatir con alguien esas cosas que me atormentaban antes de irme a dormir o esos pensamientos recurrentes que surgían ni bien abría los ojos.
La culpa, los miedos, el deber ser, el no querer ser, la posible felicidad, el desamor, los traumas, los deseos, el sexo… Me reencontré con esos pensamientos que tanto había machacado y que tanto había explorado en cuarentena sin darles una verdadera importancia ni lugar. Los empecé, de a poco, a tratar como lo que verdaderamente son: parte de mi yo más profundo.
La verdad es que las veces que empecé terapia había tocado fondo. O eso creía. Tenía el corazón roto o no quería que me lo rompieran, no encontraba motivación en el laburo en el que estaba o buscaba un cambio, el día a día se me hacía insoportable y el insomnio me ganaba de mano casi todas las noches. Para el afuera, seguramente parecía que todo eso no pasaba o que tenía una respuesta para todas esas preguntas, pero adentro me comía la cabeza segundo a segundo y no le veía mucha salida. Por eso empecé terapia una y otra vez, porque necesitaba que alguien escuche todo eso que yo no me animaba a compartir con otros. Que me diera una mano aunque sea desde la compañía, desde el consejo o simplemente desde esa pequeña repregunta que me obligaba a buscar una respuesta distinta. Una mirada objetiva dentro de tanta observación subjetiva. Una palabra de alguien que no me viera ni en mi mejor ni en mi peor momento.
Hace dos años y habiendo terminado una etapa importante de mi vida decidí escribirle a una psicóloga que tuve. Había dejado mi trabajo, mi pareja, me había vuelto a enamorar y estaba viviendo en otro país. No me había dado cuenta de lo bien que me había hecho ella hasta que un día entendí que todo eso por lo que creía que había empezado alguna vez terapia ya no me perseguía. No había fantasmas que me recordaran esto o aquello y el insomnio no era protagonista de mis noches. Estaba, como tanto me cuesta a veces decir, feliz. Y sabía que en gran parte había sido gracias a ella. Esa noche de julio terminaba una cerveza en un bar en el Borne de Barcelona y le escribí un mensaje contándole cómo estaba, dónde estaba y lo bien que me sentía. Necesitaba agradecerle porque seguramente si no hubiese sido por ella, no hubiese estado ahí terminando la cerveza que más feliz me hizo en la vida. Necesitaba que supiese, aunque venga de un culposos, inconformista, sensible, inmaduro, inseguro y fatalista como yo, que la terapia hacía bien. Que la terapia me hizo bien.
Hoy, casi cuatro años después de eso y sumergido en una nueva terapia, escribo esto también en agradecimiento a esas horas de escuchas, análisis, llantos, puteadas, consejos y reflexiones que tuve y tengo cada semana. No sé qué sería de un mundo sin psicólogxs, pero estoy seguro que este es mejor en gran parte gracias a ellxs.
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