Por Luisa Silvero
De chica jugaba con tortugas ninja, veía los caballeros del zodiaco y seguía las aventuras de Gokú y su nube voladora. También, me compraron una cocinita ‘tamaño real’ marca Mattel con mesada plegable, utensilios de plástico que jugaban a cortar y una canilla que no tiraba agua. Ocupaba el 30% de mi pequeño cuarto – que compartía con mi hermano- y yo la usaba de escritorio para escribir entradas de 3 renglones en mi diario íntimo de Mickey Mouse, con una letra gigante y una concepción de lo noticiable que era debatible. Por suerte a mi hermano no le regalaron ninguna instalación gastronómica, o no hubiésemos entrado en ese cuartito lleno de intentos.
No me acuerdo mucho de mi niñez, pero algunas cosas permanecen sospechosamente en la parte luminosa de la memoria. Por ejemplo, recuerdo que me frustraba mucho no recordar el nombre de mis peluches. Me comparaba con mis amigas, que sabían el nombre de cada uno y parecían amarlos en su individualidad con una devoción envidiable. A mi no me pasaba eso, me daban medio lo mismo. Un día, cansada del fracaso y la diferencia, decidí terminar con la crisis identitaria de mi escuadrón inanimado y les pegué a todos un cacho de cinta papel en el culo para escribirles un nombre. Aunque práctica, la solución no disolvió el sentimiento de fracaso cuando, al nombrar a alguno de mis compañeros de juego, tenía que darlo vuelta antes de llamarlo. Con el tiempo, el fallido sistema desembocó en cintas de papel arrancadas y peluches semi pelados en zonas recónditas… y sin nombre otra vez.
Me resulta raro pensar en mi niñez. Me resulta lejano pensarme como niña y compararme con la historia de mis hermanos. Siempre me sentí una nena rara, un poco distinta, la información me bajaba tarde. Durante 8 años de mi vida fui hija única y pasaba horas enteras jugando sola y construyendo mundos imaginarios con lo que tenía a mano, componiendo canciones, escribiendo cartas, intentando amar a un par de peluches mugrosos a pesar de no sentir nada genuino por ellos. La adolescencia no fue tan diferente.
Recuerdo cuando todo empezó a cambiar, eso sí que me acuerdo. De repente, había muchísimas etiquetas puestas sobre mí y mis compañeras: la varonera, la linda, la nerd, la hueca, la trola, la virgen, la deportista. Como ediciones especiales de Barbie, nos metían en cajas y nos tiraban un par de accesorios: un palo de hockey, una lapicera rosa, unos aros de pluma comprados en una feria, un pibe con el cual obsesionarnos, una banda de rock en inglés. Nos mandaban a la guerra con un tenedor, y en la marea brava de alguna matiné buscábamos encontrar alguna pista sobre quiénes éramos y quiénes podíamos ser. Canillas libres, dos por uno, damas gratis; esquivábamos esos misiles pero el impacto eventual era ineludible. No sabíamos entonces nombrar algunas cosas, pero – al igual que con los peluches- la falta de una palabra no impedía el golpe.
La secundaria fue rara. Leí Harry Potter hasta casi los 17 años, tal vez con demasiada devoción. Si alguien me apura, confieso que fundé un club de fans y también tuve un club de ortografía que consistía en hacer dictados en algún recreo. Adivinarán que no era la persona más popular. Tardé mucho en interesarme por lo que les interesaba a las demás. No gustaba de Mariano Martínez y me daba lo mismo Nicolás Cabré. Estaba en la mía y nada del universo Cosmopolitan le hablaba demasiado a mi yo de ese entonces.
Me acuerdo bien de una hora libre en el patio del colegio, todas sentadas al sol con el uniforme picando del calor. Cuatro compañeras de colegio se quedaron heladas cuando a los 16 años pregunté qué era la celulitis; claro que la tenía pero nadie me había traumatizado; todavía. Otro día, mientras hacíamos gimnasia, una dijo que su prima le dijo que alguien le dijo que podías ‘volverte lesbiana’ de un día para otro, ¡Horror!. Algunas se escandalizaron, otras callaron. Una tarde, una chica “del otro grupo” me dijo “ya te vas a preocupar” por usar relleno “cuando te guste un pibe”. Y así íbamos navegando con una canoa precaria e imprecisa en un océano embravecido, marcándonos la cara según las experiencias que habíamos o no vivido, lo que deseábamos y lo que temíamos; las facciones eran crueles.
El siguiente recuerdo, después de un desafortunado primer beso y pagar el precio por hacer las cosas a mi tiempo, es la universidad. Una jungla hermosa llena de humanos tratando de reivindicarse y fabricarse una nueva vida; algunos con más éxito que otros. También empezó un nuevo juego. La percepción que los hombres tenían de vos siempre te posicionaba en un ranking de mierda, más abajo o más arriba. ¿Te miran?¿Te desean?¿Sos amiga? La validación, por mucho tiempo, vino de ahí; y si alguna vez dejábamos de darle bola al ranking, nos llegaba una notificación.
A través de esos años, demasiados para formar parte de un solo texto, recuerdo conversaciones recurrentes, pedidos de explicaciones, conceptos. El primero: las mujeres no saben ser amigas. Y de esto podría escribir un libro, pero diré solamente que el aparato cultural ha hecho un esfuerzo consciente por perpetuar esta idea y por formarnos en la competencia. Las películas muestran mejores amigas que se separan por un pibe, se traicionan y hablan a espaldas de la otra. Ellos, en cambio, son leales aunque se tienten, tienen códigos y eligen siempre la amistad. Nosotras competimos cuando nos vestimos, ellos se ayudan para levantarse a la que les gusta. Todo tan brutal y maniqueo que daría risa si no hiciera tanto daño.
Después la vida laboral y tantas cosas que comenzaron a abrirse como mil capítulos de una novela complicada y un poco difícil de seguir. Cuando pienso en mí como mujer y hago el esfuerzo por no naturalizar esa catarata de recuerdos, vienen rápido:
La vez que me corté el pelo muy corto y varios me preguntaron qué opinaba mi novio.
La vez que un jefe me mandó mensajes que me hicieron sentir incómoda.
La vez que un tipo se masturbó en la salida del jardín cuando fui a buscar a mi hermano y la vergüenza la tuve yo.
La vez que una, dos, tres amigas me contaron situaciones de abuso.
La vez que fui yo sola sentada en una mesa con 13 tipos.
La vez que me gritó a un centímetro de la cara y tuve miedo;
Y así podría seguir. Pero no es el punto de este texto.
Durante varios años el feminismo me llegó como iluminación. Me dejó ver parte de mi historia, la de mis amigas, las mujeres de mi familia, todas las mujeres… desde otro lugar. Le puso nombre a lo que yo no podía nombrar. Le puso marco teórico a lo que era una sensación rara, incómoda. Circunscribió las anécdotas de mi adolescencia a las de miles, millones, de mujeres de todo el mundo y me reveló un patrón escandaloso y que me llenó de bronca. Siempre me sorprende que algunos y algunas digan que el feminismo me lavó la cabeza o me vendió algunas ideas. Ninguna de todas mis creencias tiene sus raíces en mi experiencia directa como el feminismo. Los ejemplos de los libros son las experiencias de mi vida y de las mujeres que me rodean. Las violencias que se enumeran en algún paper académico rancio son los mensajes de Whatsapp que recibimos, el mandato de ser deseadas por los tipos, los matrimonios de las abuelas, la inseguridad de una amiga, los padres ausentes o inaccesibles, los dolores que nuestras madres nos confiesan sin hablarnos, la presión por ser madres y la lista es larga.
Ahora estoy en una etapa rara – de vuelta la palabra-. No tengo tantas cosas que decir. Estoy sumida en un silencio profundo y que se siente adecuado por ahora. No sé si habrá sido la pandemia, la violencia en todos lados, los cambios personales, el miedo a todo; pero estoy callada. Es difícil porque sé que callarme es un privilegio y que las voces son necesarias. Todavía practico todo lo que practico desde que entendí algunas cosas. Siempre reflexiono y tengo conversaciones en grupos pequeños. Detengo las injusticias cuando las veo, no siempre a tiempo, no siempre con la contundencia que me haría sentir orgullosa. Trabajo en eso.
No sé de dónde viene el silencio, pero es espeso. Cuando leo a algún conocido en redes despotricar contra alguna consigna feminista o descubro en el chat familiar que a veces -tantas- el ‘enemigo’ está en casa; duele como una patada en la boca del estómago. Me siento abandonada. Cuando veo en la tele la violación grupal en Palermo no puedo seguir conversando con mi pareja como si nada hubiese pasado. Algo pasó, y se forma a mi alrededor una capa espesa de algo que me aleja de él, un poco de todos. Digerir tanta violencia no es gratis. Encontrar en todos los espacios tipos que creen que saben más que vos sin conocerte, que tienen mejor criterio, que pueden hacer lo que quieran, que nada es para tanto…es pesado. Supongo que este silencio es cansancio y duelo y que ya vendrán momentos de más escritura, más ejemplos, más invitaciones a entablar diálogo que pueda transformar. Pero ahora habito el silencio como lo único que se siente bien y este texto es acaso un intento forzado de dar el presente, de decirles que las pienso y nos pienso siempre, y que me duele cada paso atrás. Para meterse abajo del agua primero hay que respirar, y el aire solo puede retenerse por un buen rato antes de que el pedido sea desesperado: ¡Aire!
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