Vivimos en un mundo horrible donde una niña se frena en una esquina a acariciar un perrito y a un pedófilo se le para la pija observando desde enfrente, sigue caminando y como quedó caliente se la muestra a dos pibas que iban hablando de las notas que llevaban en el boletín. Una de ellas llega a la casa y no tiene a quién contárselo porque su madre trabaja hasta tarde, su padre la vive cagando a palos y ya no quiere tapar otro moretón.
Viajamos por rutas en las que violaron a una mina, asesinaron a otra y enterraron en pedazos a una adolescente, nadamos por ríos en los que tiraron a pibes después de matarlos a trompadas y a palazos, subimos una foto llena de risas con nuestros amigues a la misma red por la que bullynean a miles de chiques que ahora están sumidos en una enorme depresión y en la mayoría de los casos, sus padres siquiera lo saben. Nos sentamos en un bar al lado de un tipo que cagó a golpes a un chabón por puto y encima le sonreímos ignorantes… qué asco.
Cohabitamos con seres que creen que quien se caga de hambre es un planero chorro de mierda mientras evaden impuestos desde sus sillones ergonómicos de escritorio en la oficina, tienen a la mitad de los trabajadores precarizados y a fin de año se van en primera clase a Europa.
Me gusta el concepto de mundo horrible pero los horribles somos los seres humanos, que aun cuando no somos de lo peor o no sufrimos de lo peor, vivimos estresados y preocupados por todo eso y mucho más, incluso siendo tan estúpidamente efímeros, literalmente insignificantes para la historia de la humanidad, del planeta, del universo y absolutamente carentes de todo sentido.
Sé que no estoy descubriendo nada nuevo, pero me rescato porque, a pesar de toda la basura que nos rodea, siento que vale la pena vivir en un mundo donde existieron Los Redondos, donde alguien alguna vez inventó el helado y podemos sentarnos cada tanto en la arena a mirar como baila el mar junto a algún amor de verano. También, de un modo más personal, porque existen las risas de mis sobrinas y el abrazo de mi vieja, porque se puede sentir el viento en la cara mientras asomamos la cabeza por la ventanilla del auto en un túnel a gritar con locura por todo lo que hace daño y todo lo que nos enciende, porque no habré cruzado nunca las fronteras argentinas, pero sí algunos cordones de vereda.
Vale la vida por esas copas que rompimos en una noche de carnaval, por esos amaneceres empapados, por esas charlas que no parecieran tener un final posible, por cada pequeña muerte de la que volvemos a nacer.
Por @coandrios
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