Por: Pasta Frola
I
El día que la conocí pensé que era argentina. Pasaba por París el fin de semana para visitar a la madre. Fuimos a tomar un chocolate caliente cerca del Canal Saint Martin y a ella la invitó una de mis compañeras de piso. Se presentó diciendo “Emily, encantada”, y no paró de hablar de un tal Martín de Burzaco en toda la tarde. Mientras tomábamos el chocolate me contó en detalle su historia. Lo conoció en el sur de Argentina, era la primera vez que salía de Francia y le gustó tanto el paisaje que se quedó. Lo decidió una mañana en la carpa mientras Martín calentaba el agua para el mate. Después de tomarse el primero miró al horizonte del lago y lo dijo: “me quedo, amor”. Vivieron juntos unos meses en el Bolsón haciendo malabares y vendiendo panes rellenos. Después volvieron a Buenos Aires y tiraron el ancla en Burzaco, donde Martín era el rey de la batería y ella aprendía español. Ahora, hace unos años que vivían en Lyon, él era cocinero en un bar y ella cuidaba pibes y tomaba clases de circo.
Esa noche fuimos a bailar a La Java, un boliche gay cerca de la estación Belleville. Antes de entrar tomamos unas cervezas en la esquina y hablamos de que Julie había pegado md por la deep web, que le llegó en un sobre con sello del correo y una carta en holandés que le agradecía por la compra. Entonces sacó un puñado de bolitas del bolsillo de la campera de jean, “Here it is”, dijo con su acento escocés y las apoyó en la mesa.
Las manos se fueron acercando al medio de a tandas para agarrar su dosis en un efecto dominó. Julie fue la primera. Julie siempre era la primera. Era como si toda su vida fuera un atropello justificado. Como si en el fondo, detrás de tanta droga, hubiera realmente una búsqueda de sabiduría.
Yo nunca había tomado. Dije que iba a tomarlo adentro como para ganar tiempo y eventualmente hacer desaparecer la bolita. De camino a la Java, Paz me agarró del brazo y me prometió que no me iba a pasar nada, que si probaba me iba a llenar de amor y se iba a convertir en mi droga preferida.
Bailamos electrónica ochentosa en francés hasta que se levantó un calor ridículo. Fui a comprar una cerveza y cuando volví Julie estaba en tetas. Al rato la siguió Paz. La miré a Emily que bailaba con los ojos cerrados. Una luz azul le mojaba la cara y el cuello hasta donde empezaba el escote de la remera. Justo en ese punto, una sombra interrumpía el cauce del neón magenta y lo oscurecía. Emily abrió los ojos y me miró mientras la observaba. Me agarró de la mano y me acercó. Con la otra mano me apretó el mentón para que abriera la boca y con el dedo índice apoyó una de las bolitas de polvo en mi lengua. “Tomá, traga”, dijo, y se empezó a sacar la remera en cámara lenta. La boca se me inundó de un sabor amargo y venenoso que necesité pasar con cerveza. No me acuerdo que pasó entre ese trago y el siguiente, pero yo también quedé en tetas.
La luz magenta iba y venía y nos acariciaba los pezones de a turnos. Sentía que la sangre se enfriaba y que, apenas la piel se ponía en contacto con el oxígeno, se suavizaba y encontraba calor en el aire. Me empecé a marear. La agarré a Paz del brazo, que entendió sin que tuviera que decir nada. Salimos a respirar y me senté en el piso como buscando espacio en la tierra. Las tres se agacharon y me agarraron de las manos. Cuando levanté la cabeza, me miraban atentas
– Tengo miedo -dije
– Está todo bien, amor -dijo Emily acariciándome la mano
– No pasa nada, bebé, estamos acá con vos -la siguió Paz
– We love you -terminó Julie
Bajamos y seguimos bailando hasta que cerró el boliche. De camino a casa, frenamos en un 24 horas a comer papas fritas. Cuando llegamos, Paz y Julie subieron a su cuarto y Emiliy quiso dormir abajo en el sillón. Me fui a dormir con la paja en la boca.
A la mañana siguiente bajé y había una nota en la mesa: “Chicas! Muchas gracias por todo. Las espero en Lyon!”
II
Le escribí un mensaje de texto preguntando si estaba bien que el siguiente fin de semana fuera a visitarla. Respondió que sí, que Martín estaba en Argentina por tres semanas, que me podía quedar en su casa, que ella trabajaba pero que podíamos pasar juntas el tiempo que estuviera libre.
El día que salí de casa me despidieron como si me estuviera yendo a librar algún tipo de batalla. Vicente me palmeó la espalda y a Paz y a Julie les brillaban los ojos de tortas orgullosas de su pichón a punto de despegar. Me monté la mochila y sonreí hasta que llegué a la Gare du Nord. Durante todo el viaje no pude parar de pensar si era condición necesaria que le chupara la concha. Había algo con chuparle la concha que no me convencía, algo de la textura, del misterio de la forma. Estaba excitada por la novedad y fantaseaba con posibles conversaciones y formas de besarnos. Nos imaginaba con las bocas muy cerca, respirando fuerte, yo agarrándole con fuerza la nuca y ella acercándome con la mano en la parte baja de la espalda.
Bajé del bondi al otro día, tomé un café y le escribí un mensaje. Agarré un mapa y caminé hasta el parche verde más grande que encontré en el papel. Redacté otro mensaje diciendo que la esperaba en el parque y me acosté a que me diera el sol en un banco.
III
Hay algo en la espera que no se replica en todas las situaciones de espera. Es distinta la espera de esperar a que llegue un bondi, la espera para sacar algo del horno y la espera de una persona. Aunque el tiempo sea el mismo, la espera es distinta. Es quizás lo que ponemos en el tiempo lo que le da forma, como si fuera una bolsa que llenamos con cosas.
La vi acercarse a lo lejos. Venía con la bici y una bolsa de mandarinas. Tenía puesto un saco de gabardina largo y unos borcegos gastados con cordones amarillos. Tiró la bici en el pasto y me dio un beso acomodándome el cachete con la mano. Sonreí y le pregunté cómo estaba, de dónde venía y por qué el parque era tan hermoso. Paseamos toda la mañana, tomamos un helado en el borde del Ródano y le saqué una foto pensando que quizás nunca más me gustaría tanto una chica. Hablamos mucho de Argentina y de Martín. Me preguntó si conocía Burzaco y le dije que no, que era un bichito porteño con poca salida al conurbano, le dije “igual, en el Oeste está el agite” y se rió y me dijo “sí, igual Burzaco es al sur”.
A la noche, cenamos y ella puso Artaud y cantamos. Le conté que una vez el Flaco le regaló una guitarra a Pappo y que Pappo la vendió. Desplegué todas las historias que sabía del rock argentino de los setenta y ella me mostró el último disco de la banda de Martín, “El uso que le damos a las cosas”, y yo un poco me incomodé pensando que quizás le gustaban exclusivamente los chicos, que quizás le gustaba exclusivamente Martín y el corte taza de monje antiguo que lucía muy bien en la foto de la heladera.
Nos acostamos en la única cama del monoambiente y no pasó nada. Me dormí pensando en Martín y en por qué dejé de tocar la batería, si sonaba bien.
IV
Cuando me levanté, Emily no estaba. El sol se colaba por una ventana chiquita que enmarcaba la luz naranja para que iluminara justo el costado vacío del colchón. Desayuné un par de croissants que estaban en la mesa y salí a caminar. Me senté en un banco, la llamé a Paz y le pregunté cómo se besaba a una chica. “Igual que como se besa a un chabón, tarada”, me respondió, y le pregunté si le parecía más sexy cuando tocaba la batería y me dijo que sí.
V
La pasé a buscar por el trabajo y de camino al departamento pasamos por un Monoprix. Me preguntó si me gustaba el pesto y fue armando una pilita de comida en los brazos que alternaba con un relojeo de la zona y el manoteo de algún producto que guardaba con velocidad en la mochila. Yo la seguía callada y sorprendida de su bravura anarquista. En la caja le preguntaron si tenía tarjeta Monoprix y ella dijo que no y preguntó si podía sacarla en el momento así que se puso a llenar un formulario ahí mismo.
– Sacarle comida a las cadenas no es robar – me dijo con una sonrisa y me agarró de la mano para apurar el paso.
Cocinó pasta y abrió un vino. Después propuso ver una peli. Nos acostamos en la cama y yo temblaba. La tensión del contacto de nuestros hombros se acumulaba con cada escena y en mi cabeza se sucedían millones de formas de encarar un beso, mi primer beso con una chica. En un momento ella señaló la luna que se veía en la ventana, la misma que había encuadrado la luz esa mañana. “Mirá que hermosa”, dijo y después me miró a los ojos. Creo que me quedé muda.
– Mirá, tengo que decirte algo. Vos a mí me gustás mucho, pero yo en tres años nunca le fui infiel a Martín.
– Bueno, uy, qué bueno que me estés diciendo esto porque yo no sabía si… En realidad vine por vos, no me interesa conocer Lyon, quería verte. Si no querés por Martín, está bien, yo… yo estoy bien con haber venido. Las mejores decisiones que tomé en mi vida fueron impulsos…
Me besó tan bien que nunca frenamos. La desnudé despacio y conocí mi prematuro afán por los pezones. Las primeras tetas que chupé en la vida eran enormes y francesas, no pude parar de chupárselas ni para respirar. Sus labios eran suaves y cada tanto me mordían, cada mordida era un espasmo, el vértigo de una subida con bajada pronunciada. Me fue sacando la ropa en movimientos lentos con los que intentaba enseñarme, ella sabía, sabía muy bien lo que hacía porque cuando quedé en bolas me empujó los hombros y caí de espaldas al colchón y ella separó las piernas y se sentó en mi concha, me puso el cinturón de seguridad y empezó a cabalgarme como una yegua que gemía carrasposa, una yegua que me pedía en francés que le tocara las tetas mientras se movía para adelante y después para atrás, para adelante y después para atrás, montada en una vía invisible por la que se desplazaba con una destreza milimétrica, me levantaba, me daba vuelta, y me volvía a cabalgar a cada rato más mojada, me decía “plus fort mon amour, je suis toute à toi, mon amour”, y yo la agarré del cachete del culo en un impulso rabioso, la apreté contra mi concha con una mano y con la otra la palmié, sí, la palmié, le di una palmada en el culo que le llenó el cuerpo de sangre porque se prendió fuego y se empezó a frotar con el hueso de mi concha como si fuera el único pedazo de piel que tuviera sentido frotar, estábamos arriba de una nave viajando juntas, subiendo, bajando, dando tumbos, y ella estaba toda mojada, tan mojada que su entrepierna se encontraba con la mía en un valle de líquido tibio. Volvió a hablar en francés, esta vez gritaba, “plus fort mon amour, plus fort”, y yo hice palanca para acercarme a su boca, le besé la pera y el cuello, le recorrí el cuello con la lengua y siguió gimiendo y hablando hasta acabar encima mío, con cara de haber sacado la sortija, de haber dado la vuelta entera, de haber llegado muy bien a destino.
Al día siguiente fui al baño y le escribí un mensaje a Paz: “Coger con una mujer es como subirse a una montaña rusa”.
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