El verano es tan o más pegajoso que un chicle. Y lo digo en todas sus formas. Esa humedad acalorada que transforma cuerpos en babosas es casi de las peores sensaciones que un ser humano puede vivir en su corta existencia -sí, ya sé, una vez más estoy exagerando. Pero es que cada vez que me pongo a reflexionar sobre el verano, entro en un sinfín de pensamientos oscuros que me aturden la cabeza. Por eso creo que el verano es pegajoso como un chicle. También es caluroso, claro, y un buen momento para estar tirado en una reposera muy cerca de algún charco con agua -léase pileta, laguna, mar o palangana, da igual.
Pero además, el verano es enamoradizo. Es un poco esa sensación entre sentirte con ganas de conocer a alguien nuevo, de cruzar miradas por primera vez una madrugada en un parque, y de seguir de largo con el bondi hasta la próxima parada. Porque sí, en el verano siempre suele haber próximas paradas. Pero hay veces, pocas pero las hay, donde ese sentimiento amoroso se transforma en una pequeña trampa para bobos. Lo que creías que era una simple colonia de temporada, se vuelve tan intensa y empalagosa que sobrevive a fuertes huracanes y tormentas, y se estira mucho más que una temporada.
Lo decía, el verano es enamoradizo. La vi mientras bailaba bajo la lluvia un primero de enero. Mejor momento para cruzarte con un alma en pena y en búsqueda de amor no hay. Y yo, básicamente, era esa pequeña alma pérdida entre gotas de lluvia y sudor. No tenía muy en claro porqué estaba ahí, ni mucho menos entendía cuánto más tiempo me quedaba entre el éxtasis de un nuevo año y el efecto final de una pasti medio pelo que pegué por Telegram. Pero estaba ahí, y ella también.
Y es que el verano tiene también ese nosequé que te hace fantasear un invierno acurrucado con Netflix. Por eso cuando la vi, mi cabeza hizo cual big-bang una explosión de oxitocina y dopamina que me dejó embobado por un tiempo largo. No sé si fueron segundos, minutos o quizás horas, pero el tiempo se alentó y mi pasos se hicieron eternos. La idea de tenerla al lado, una noche, dos o mil, de mirar una serie juntos y salir a caminar por Buenos Aires se hacía cada vez más real en una cabeza que daba vueltas a mil revoluciones.
Es cierto que la lluvia un primero de enero también hace de cualquier momento un recuerdo único y de ensueño. Las gotas cayendo en un amanecer gris pero cubierto con una energía renovada, el barro llenando las zapatillas, la remera pegada al cuerpo y los bolsillos empapados cubriendo los pocos y últimos billetes de la noche. Una sinfonía húmeda, llena de estímulos y dos personas mirándose a los ojos. Perdidos entre sonidos crudos de un techno furioso. Dos personas empezando el año juntos sin saber que se iban a ver por primera vez. Pero ahí están, rozando con los dedos todo su cuerpo.
Por eso el verano es enamoradizo. Y pegadizo como un chicle. El verano es ese momento del año donde volvemos a ser adolescentes, niños jugando por primera vez a algo. Es un beso el primero de enero con un desconocido, la sidra empalagosa chocando en copas de plástico, las doce uvas atragantadas a las doce, un viaje planeado hace meses, un cierre de etapas y también el inicio de otras.
El verano es todo eso, el resto es tan solo resaca de un dos de enero.
No Comment