El peso de la palabra


   Mi nombre es Johan Cruyff. Si estás leyendo esta carta es porque ya estoy muerto. Más allá de mi carrera futbolística, siempre me consideré -y todavía me considero- una buena persona. Por eso estoy escribiendo esta confesión, para devolverle al mundo lo que le robé en el año 1983.  

  A mi familia nunca le sobró nada. Mi padre tenía una verdulería en la que yo ayudaba, y mi madre trabajaba limpiando las instalaciones del club Ajax de mi ciudad natal. A los diez años, producto de mi constante insistencia, conseguí que convenciera al entrenador de las inferiores de que me incluya en una prueba. Quedé seleccionado entre 300 niños.  

 Desde ese entonces mi padre trató de persuadirme de que me dedicara al estudio y que deje de malgastar mis fuerzas en practicar un deporte con el físico que tenía. Yo nunca lo escuché, o lo escuché mejor dicho, pero no di el brazo a torcer. Sabía que lo único que me importaba era jugar al fútbol y mi único sueño era ser campeón mundial.  

    Tan poderoso era ese deseo, que un domingo de invierno por la tarde, con tan solo once años, sentencié mi destino para siempre. Estábamos baldeando el piso del local, aprovechando que ese día no íbamos a abrir. El utilizaba todos esos momentos para comerme la cabeza, a tal punto que muchas de sus frases todavía retumban en mis oídos: “Mirá todos los niños que hay; Cualquier lesión puede dejarte sin carrera; las probabilidades de que triunfes son insignificantes”.

   Ese día no lo aguanté más. Mientras hablaba, lo agarré del hombro y de un sacudón, puse su cara frente a la mía. Con la mirada me introduje en el fondo de su cerebro y le dije: “Voy a ser campeón del mundo. Voy a traer esa copa a casa y la voy a colocar justo en tu habitación, para que la veas todos los días. Mientras tanto dejáme en paz.” Entonces él sonrió, me acuerdo perfectamente su expresión, apoyó su mano en mi cabeza con un gesto de ternura y jamás volvió a tocar el tema. Un año más tarde murió de un ataque al corazón.  

  Hoy en día, muchísimos años después, podría decir que mi padre no tenía razón. Y él, podría decir que yo tampoco. Mi vida siguió su rumbo, pero esa escena quedó grabada en mi conciencia. Debuté en el Ajax y en la selección holandesa, gané muchas ligas y varias copas de Europa, además de una intercontinental. Solo me faltaba una. Mi equipo arregló el pase con el Real Madrid y como lo hicieron a mis espaldas decidí aguarles la fiesta a los dos y me fui a jugar al Barcelona, que en ese momento estaba anteúltimo. No perdimos ningún partido más en la liga.    

   Al mundial del ‘74 llegué en mi mejor momento. Llegamos en nuestro mejor momento.  Después de pasar cómodamente la primera fase, aplastamos a Brasil, Argentina y Alemania Democrática  en la segunda. Desplegamos el mejor fútbol que jamás se haya visto en un mundial. La Naranja Mecánica en todo su esplendor. A pesar de que bailamos a los alemanes de Beckenbauer en la final, perdimos 2 a 1 y la copa se esfumó de mis manos. Porque el fútbol es tan hermoso como injusto.

    Después de eso perdí las esperanzas de cumplir la promesa que le hice a mi padre. Fueron los peores años de mi vida. Seguí jugando en el Barcelona, pero sabía que mi tren había pasado. Puse varias excusas para no viajar al mundial del ‘78 en Argentina: la dictadura militar que atormentaba al país, el contrato fallido con Adidas y las largas concentraciones fuera de casa a las que siempre me resistí; pero la realidad es que no me animaba. No estaba preparado para pasar otra vez por eso.  

   En el año 1983 sucedió algo que cambió lo que quedaba de mi vida. Estaba en Río de Janeiro, era noviembre y el calor empezaba a hacerse insoportable. Aproveché un fin de semana sin partido y me escapé sin decirle a nadie. Era la segunda vez que iba a visitar la copa del mundo Jules Rimet, solo para verla un rato en vivo. La dorada  Niké, diosa griega de la victoria, se erguía elegante dentro de esa vitrina de la Confederación Brasileña de Fútbol desde el año 70 cuando los cariocas la obtuvieron por tercera vez en México.

  Era la versión anterior a la que me había esquivado casi una década atrás y creo que eso la hacía más perfecta para mí. Me quedé un rato hipnotizado mirando. Nunca vi una escultura más hermosa en mi vida. Sentí que volvía a ser ese niño enamorado que lo único que quiere es a ella. La imagen era patética, el mejor jugador de la historia de Europa ocultándose detrás de un par de anteojos y un sombrero para poder ver un pedazo de metal que jamás podría tocar.  

   Pero lo más impresionante vino después. Salí del edificio de la Confederación, me fui a un bar a un par de cuadras y me senté en una mesa de afuera. Solo pude mitigar el calor y la humillación que hacían debajo de ese sombrero con varias cervezas importadas.  Mientras fumaba el tercer cigarrillo y empezaba a sentirme aliviado, un tipo bien vestido se sentó en mi mesa y dijo mi nombre. Intenté engañarlo para que se fuera, pero sabía muy bien quién era yo, y es más, sabía también que hacía por ahí.

   Hablaba en un inglés eficiente pero mal pronunciado y se notaba que no era brasilero. Estaba a punto de espantarlo de manera más agresiva, cosa que me hubiese venido muy bien, cuándo dijo que quería lo mismo que yo: la copa Jules Rimet. Lo dejé hablar un rato y lo que me contó no hizo más que profundizar la obsesión que me había acorralado hasta aquella vereda.  

   Era un joyero argentino llamado Juan Hernández, vivía en Río de Janeiro hace algunos años y llevaba meses orbitando alrededor de esa vitrina maldita, atraído por la historia de la copa. Cuando hablaba de ella sus ojos se encendían y su cara iluminada evidenciaba un entusiasmo perverso que lo hacía parecer, hasta para mí, un enfermo.  En algunos momentos de la charla veía en sus pupilas dilatadas mi imagen detrás de los anteojos y pensaba que no estaba en condiciones de juzgar a nadie.

Contó primero que la diosa griega había dormido abajo de la cama de Ottorino Barassi durante la segunda guerra mundial. El entonces presidente de la Confederación Italiana de Fútbol y vice de la FIFA la retiró de un banco en Roma y la llevó a su casa para resguardarla de los nazis. Recién en 1950 volvería a ponerse en juego. Luego, que en 1966 fue robada de una exhibición del salón central de Westminster en Londres y que a pesar de los esfuerzos del Scotland Yard, la encontró un perro, “pickles”, una semana más tarde en un tacho de un jardín, envuelta en papel de diario.     

 Recuerdo que me dijo: “Esa figura tiene vida propia”, mientras abría los brazos imitándola y me miraba con cara de loco. Dijo que la quería en su poder solamente por una noche y que después estaba dispuesto a cedérmela. Solo que yo tenía que costear las herramientas para el robo y los honorarios suyos y de tres asistentes. El precio que me pasó era mucho más bajo de lo que en realidad valía para mí. Le dije que me parecía sospechoso que no quisiera quedarse con el trofeo (trataba de ver si hablaba en serio)  y me contestó que él solo quería tener el placer de cometer el delito y que sea un argentino el que le arrebatara la copa a Brasil. Después, me la haría llegar a mi casa en Holanda sana y salva. Antes de terminar su seductora exposición me agarró del antebrazo y me dijo: “Además, usted merece esa copa más que nadie Johan, y esa copa lo merece a usted”

No creo en las casualidades, para mí esa noche entera había sido una señal. Por supuesto que todo el tiempo supe que lo que hacía estaba mal. Pero quién no hizo nada malo en su vida. Siempre me esforcé por ser correcto y hacer el bien con todo el mundo, pero ese verano brasilero decidí tomarme unas vacaciones.  

  Ese mismo diciembre, cuando me enteré que la copa había desaparecido, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me arrepentí instantáneamente. Para peor, todavía tenía que pagar la segunda mitad de la estupidez que había hecho. Ya no había vuelta atrás.  Dos días más tarde me encontré con otro argentino en un departamento en Amsterdam y completé en efectivo el pago que habíamos arreglado. Pensé que la situación no podía ser más aterradora, hasta que me llegó la noticia de que Juan Hernández había caído preso.  

 Se decía que la copa había sido derretida para hacer lingotes de oro y que ya nadie la volvería a ver. Eso me tranquilizaba un poco, porque la única conexión que tenía con ese robo era la palabra de un delincuente que tenía que hacerles creer a todos que yo en lugar de un ídolo era un villano. Un día lluvioso de abril del ‘84, una tarde en la que yo no esperaba a nadie, sonó dos veces el timbre de mi casa. Abrí la puerta y del otro lado había un muchacho vestido de naranja con una gorra que decía en el frente con letra mayúscula “DHL”.  

 Ni bien lo vi, empecé a sentir el latido de mi corazón en la garganta. El joven se entusiasmó al reconocerme, pero creo que no dijo nada por la cara de susto que le puse. Si no me hubiese costado tanto firmarle la planilla que traía en esa placa de acrílico tal vez me hubiese pedido un autógrafo.  

  Agarré la caja y me fui a mi habitación. Cerré con llave y empecé a respirar profundo, para tratar de frenar el temblor de mis manos, pero era inútil. Destapé la caja y adentro había un cilindro de lata rodeado de papel de diario. Le saqué a tapa, metí la mano y levanté la dorada pieza. Después de apoyarla en una almohada sobre mi cama la contemplé por unos segundos. Lo único que sentí fue odio. La figura de la diosa griega me miraba inexpresiva y toda la magia que me había mostrado aquella noche en la vitrina brillaba por su ausencia. Mi vida entera consumida por 30 cm de plata bañada en oro y el orgullo de una carrera tirado al tacho. La insulté varias veces, gritando, y juré que no volvería a verla jamás.  

 Durante los nueve años que estuvo preso el joyero argentino pensé que en cualquier momento podía entrar la policía por la puerta de mi casa para llevarme. Al principio vivía alterado, pero con el tiempo me pareció que tal vez era lo mejor. El resto de mi vida me lo pasé dudando si entregarme o no, pero para ese entonces me sentía demasiado débil y cobarde para enfrentar la prisión. Además, creo que de cierta forma enmendé mi error con la revolución que conduje en mis años como director técnico.  Peor hubiese sido privar a las nuevas generaciones de conocer el “fútbol total” que todavía se sostiene por estos días. Mi consuelo final llegó cuando decidí escribir esta descargo. Recién ahí volví a sentir un poco de tranquilidad.

  Quien reciba esta carta tiene la responsabilidad de informar a la policía que la copa Jules Rimet se encuentra en la tumba de mi padre, en el cementerio Zorgvlied, en Amsterdam, en una caja de DHL al lado de su cajón. Pido eternas disculpas al pueblo brasilero y al mundo futbolero, y ojalá que el trofeo, al regresar al lugar al que pertenece, les lleve la alegría que a mí no me trajo.  Espero que en sus recuerdos brille más la imagen del niño enamorado del fútbol o la del “holandés volador”, que la del viejo obsesionado y egoísta.

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