Creo que de chico si me preguntabas que “quería ser de grande” no respondía ni bombero ni policía, me quedaba mudo. La primera vez que pensé en eso fue en primer grado, señalé las pirámides de Giza y respondí que quería conocerlas, como si eso fuera lo que “quería ser de grande”. Era chico, ingenuo y conocía muy pocas palabras del diccionario como para entender lo que era una profesión, un trabajo o una responsabilidad. En mi cabeza había lugar solo para eso: pirámides, esfinges, egipcios y algún jugador de fútbol.
Pasaron los años y esa idea de conocer Giza se hizo más un discurso sobre entender lo que pasaba en el mundo, las distintas realidades, explicarlas, comprenderlas, ser parte y bueno, quien dice, cambiarlas. Intenté al principio unos cursos de periodismo deportivo, pero no funcionó. Creo que amo más al fútbol que a la idea del deporte.
Terminé el colegio y me anoté en Comunicación porque me decían que era un “poco más abierta y general” que periodismo. Que me iba a dar más oportunidades, más herramientas para enfrentar ese temido mundo laboral. Me recibí sin pensar mucho en todas esas otras ”opciones” y me embobé (creo que eso es lo que mejor lo describe) con el arte de contar lo que otros no veían. De mostrar otras realidades, otras experiencias, de narrarlas para el que estuvo y el que no, de contarlas para el que nunca se enteró y escribirlas para que alguien alguna vez en un futuro pueda saber que existieron.
A los 19 conocí por casualidad mi primera redacción. Me interné en horas y horas de teclados, mates y hojas garabateadas de cuadernos. Hice horas extras -muchas- para cubrir alguna noticia o un show, entrevisté a personas que para muchos serían ídolos (hasta algunas veces para mi también) y fantaseé con algún día estar parado frente a una cámara. Aprendí el poder de las palabras, la fuerza de una narración y la magia de maquillar una historia para ser contada.
Me di el lujo de estar adentro de algunos de los medios más importantes. De ser parte de su cocina, ver el detrás de escena y curtirme. De ver ése detrás de la cortina y entenderlo, hacerlo parte de mi día a día. Disfrutando esa adrenalina única del momento en que el periodismo hacer su verdadera magia: ponerle luz a lo que no se ve.
No sé si lo hice bien o lo hice mal, pero nunca dejé de asombrarme con el poder de las historias. De la increíble fuerza que tienen muchas palabras juntas y del impacto que generan en la gente. Entendí por fin 20 años después lo que decía ese chico de 6 o 7 años a su maestra: lo que me movía y me mueve hasta hoy es la idea de conocer lo que hay por fuera de lo que siento conocido y más cercano. Lo que está haya afuera y espera por ese otro para ser contado. Lo que necesita voz o palabras. Los que lo necesitan. Porque (o iría directo al HOY en otro párrafo) hoy, con un poco de vergüenza, puedo decir que soy periodista. Pero también puedo decir que todos lo somos. Mientras haya historias que contar, va a haber alguien ahí afuera que quiera hacerlo. En un tweet, una foto, una story de Instagram o una crónica de un diario. Porque aunque muchos no lo crea, el periodismo está más vivo que nunca.
No Comment