Apretó fuerte el peine con su mano derecha, como queriendo exprimirlo, y lo guardó en su bolsillo. A las pocas cuadras lo volvió a sacar, lo apretó de nuevo y lo guardó en el mismo lugar que antes. Repitió la acción durante cinco veces más, las necesarias hasta que llegó hasta la puerta del consultorio.
La última vez que estuvo ahí le diagnosticaron un tumor maligno y todo lo que vino después. El bajón, la rabia, las interminables sesiones de quimio y su amistad con Gerardo, su compañero de tratamiento.
Fue una amistad corta. La enfermedad se lo consumió en pocos meses a su amigo. Así y todo, tuvieron momentos de llorar mucho y también de los buenos. Porque como decía Gerardo: cuando tenés la muerte sentada en tus rodillas, lo mejor que podés hacerle es cosquillas. Ese era su latiguillo. Siempre lo decía mientras se pasaba un peine por su cabeza brillosa y despoblada por la fuerza química.
Raúl forzaba la risa, pero le tenía tanto miedo a la muerte que después le pedía perdón en la soledad de su noche.
La última vez que Gerardo hizo el chiste ya estaba con sus últimos destellos y varias palabras se le tropezaron. Raúl llegó a escuchar lo de las cosquillas, pero no tuvo la fuerza esta vez para mentirle una sonrisa. Sin embargo, tuvo que hacer fuerza para que no se le escapara el llanto cuando vio que su amigo se había olvidado de pasarse el peine por su melena imaginaria.
- Estás despeinado –llegó a decirle unos minutos después.
Gerardo largó la última carcajada de su vida. Moriría un par de días más tarde. Antes, iba a tener tiempo para sacar una vez más el peine y se lo iba a regalar a Raúl.
Lo apretó fuerte otra vez en la mesa de entradas, después en el ascensor y también en la sala de espera del quinto piso.
Quince minutos más tarde, el doctor Torni lo llamó. Lo invitó a pasar y le extendió la mano. Raúl abandonó por un segundo el peine y lo saludó con toda la palma mojada. El doctor le señaló una silla y después se secó disimuladamente la mano con su ambo.
Le dijo que estaba curado, que el tumor se había reducido hasta desaparecer, que de todas maneras se iba a tener que hacer chequeos, pero que eso no era un tema para ocuparse ahora. Raúl se quedó mirándolo fijo unos minutos, incluso cuando ya había terminado de hablar. Su mente flotaba al mismo tiempo que su cuerpo estaba rígido sobre el cuero negro. Tuvo calor. Un fuego le subió desde los pies, cruzó todo el estómago, el cuello y fue hasta la cabeza. Sintió como cada vaso capilar se despertaba de esta larga siesta, como los poros del cuero cabelludo respiraban libres de pesticidas y se preparaban para la nueva cosecha. Se pasó la mano izquierda por la pelada, se mimó.
El doctor se levantó y esto le dio el pie a él para pararse también. Llegaron hasta la puerta. Torni le extendió otra vez la mano derecha, pero esta vez Raúl se la corrió y le pegó un abrazo con el único brazo libre que tenía, el izquierdo. Tomó por sorpresa al doctor, que nunca lo había visto tan efusivo.
Lo que pasa es que no podía darle la mano, pensó Raúl, la tenía ocupada agarrándolo a Gerardo.
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