Año 2010. Chile. Tres de la mañana.
La cama se mueve. “Aguantá un toque. Borracho no estoy ¿Qué carajo está pasando?”. Un cuadro cae en mi espalda y termino de despertarme. “Cagamos. Terremoto”. Me levanto de un salto y corro hasta el marco de la puerta como me habían enseñado las películas. Desde ese supuesto resguardo, empiezo a gritarle a al Chocho para que se levante: “¡Terremoto wacho, terremoto!”
Estábamos en un campo sin luz eléctrica en el medio de la nada. La oscuridad era absoluta e intentar moverse cuando tiembla el piso, sin poder ver, es bastante complicado.
El Chocho se levanta sin entender nada- pobre pibe, lo invito a mi casa en Chile y se pudre todo- pero por inercia se acerca a mí y salimos los dos al pasillo. Afuera de la casa veo a mi tío moviendo los brazos desesperadamente para que salgamos de ahí. A saltos ciegos logramos llegar al exterior.
Los árboles y el agua de la pileta bailaban de un lado al otro como cuando la gente en masa levanta sus encendedores o celulares y mueve sus brazos en un tema romanticón. El auto, en cambio, saltaba al ritmo de Jijiji de Los Redondos. Pero esto era peor que el pogo más grande del mundo. No solo había que mantenerse parado, sino que también había que estar atento a que nada se te venga encima.
No me acuerdo cuánto duró, habrán sido unos 10 minutos. Para mí fue media hora de terror constante. Nunca había vivido ni cerca algo similar.
Cuando ya todo terminó y sin saber bien si iba a volver a ocurrir, le pregunté a mis tíos si nos íbamos a ir del campo. Con mucha seguridad me contestaron que la casa donde dormíamos el Chocho y yo era de madera y que no se iba caer. Así que sin dudarlo, como si hubiese sido algo pasajero y no hubiese más consecuencias, me fui a dormir como un campeón.
Al día siguiente me levanté pensando que íbamos a ir a la playa como habíamos arreglado la tarde anterior y fui a buscar a mis tíos con la mochila lista:
– Tía ¿Vamos a la playa?
– Ah. Tú no entiendes nada. El país está parado y nosotros por ahora no podemos salir de acá. Vayan a dar una vuelta por el campo pero no se metan abajo de los árboles que las réplicas están fuertes.

A mi claramente no me terminaba de caer la ficha. Yo pensaba que se había movida un poco la tierra y listo. La realidad era que estaba en la mitad de la nada sin gente en kilómetros a la redonda y más adelante iba a descubrir la gravedad de la situación pero, mientras tanto, estaba viviendo una aventura increíble.
Agarramos unas cañas de pescar con el Chocho y nos fuimos a un laguito que había cerca para entretenernos un rato. Ya caminando hacía ahí, nos agarró una réplica, pero como era de día y ya habíamos vivido el terremoto, para nosotros era divertido. Además al volver a Argentina íbamos a tener anécdotas para tirar al cielo.
Nos pusimos a pescar re tranca abajo del sol con los pies en el agua, pero al rato el terremoto nos volvió a sorprender. Los arboles empezaron a moverse. Se desató una réplica de las fuertes.
Los dos nos miramos sin saber bien qué hacer – el miedo había vuelto- pero de repente pasó algo alucinante. Cientos de peses saltaron del agua bailando en el aire al mismo tiempo – esta historia la contamos muchas veces y nadie nos cree, pero juro que fue verdad – y al instante empezamos a gritarnos mutuamente dándonos cuenta de que habíamos vivido uno de los momentos más geniales de nuestras vidas. Así, el movimiento inesperado de la tierra se convirtió en un divertimento aún mayor, pero unos días después la realidad nos iba a pegar de frente.

Con una sonrisa en la cara nos subimos al auto y encaramos nuestra vuelta a Santiago. Ya en el camino nuestras sonrisas fueron desapareciendo. Rutas destruidas y gente sentada en las puertas de sus casas venidas abajo nos iban mostrando la otra cara de la moneda. Aunque yo no hubiese generado esto, la culpa de haberme divertido tanto me empezaba a invadir.
Al llegar al departamento de mis tíos en Santiago encontramos todo en el piso. Desde libros, estantes, plantas, vasos y platos, hasta televisores y computadoras. Aunque esto no era nada comprado con la gente que había perdido sus hogares, o peor todavía, la vida.
Las noticias que no veía en el campo ahora reflejaban la realidad de lo que había ocurrido. Un tsunami y el terremoto con una magnitud de 8,8 grados en la escala de Richter-segundo más fuerte en la historia de Chile desde 1900 y el octavo a nivel mundial- dejaban más de 500 muertos. Pero a pesar de toda esta información que entraba por mis odios, no hacía falta observar los medios para darse cuenta de que había ocurrido una catástrofe, bastaba con mirarle la cara a la gente por la calle para caer en que había vivido una fantasía y recién ahora entendía la gravedad de la situación.
Con el Chocho seguimos conociendo lo que se podía de Santiago con ese gustito amargo de estar inserto en un momento trágico de un país que aunque no sea el tuyo y no te pegue de la misma forma, inevitablemente te mueve el piso.
Luego de unos días me despedí de mi familia para volver a mi casa, pero antes otro golpe nos iba a impactar. Al llegar al aeropuerto vimos que este tampoco había zafado – distintas cosas colgaban de los techos rotos- y todos los trámites había que hacerlo adentro de una de esas carpas blancas gigantes.

Cuando ya había entregado mis valijas y me senté a esperar, dos fuertes sentimientos chocaron en mi cerebro. Por un lado mi familia quedaba en su país con todo lo que había pasado y lo que venía por delante. Pero por otro, había ido por primera vez con mi mejor amigo al lugar donde yo había crecido durante mis vacaciones, donde pasé los momentos más felices de mi vida, y donde ahora juntos habíamos vivido un terremoto que no nos había matado: nos había encantado.
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