Mi papá es hijo único. Mi abuelo, a quién no conocí, también. Mi bisabuelo, del que no me acuerdo el nombre y que mi viejo apenas conoció, tampoco tuvo hermanos y por lo que entiendo, su papá igual. Yo si tengo un hermano.
Mi papá, mi hermano y yo, somos los únicos tres Vio.
Nuestro apellido no es muy común. De hecho, no conozco a nadie que lo tenga. Cada vez que lo digo alguien me pregunta: ¿Tan cortito? ¿Cómo se escribe?
“Ve corta, I de Ignacio y O de Omar”, respondo siempre.
Cuando era chico, esto de tener una familia tan acotada, me generaba cierta confusión. ¿Por qué todos tienen primos, tíos y abuelos y yo no? Las navidades, cumpleaños y años nuevos siempre fueron con familias amigas. Nunca en la mesa un Vio que no fuera alguno de nosotros tres.
A mi viejo algo similar le pasaba. Aunque poco nos contaba de su infancia, varias veces lo escuché hablar de algún Vio que nos antecedió y que él nunca conoció pero del que sabía demasiadas anécdotas. La historia de mi papá era la de esa familia que ni él ni yo conocimos pero que tanto nos hacía falta.
Los que nos conocen a los dos, dicen que nos parecemos mucho. Tanto, que incluso hasta sintiendo las mismas cosas, a veces somos incapaces de compartírnoslas.
Un día, hace no tanto, esa sensación de orfandad empezó a cambiar. A mi viejo le apareció en Facebook una solicitud de amistad: “Paty Vio quiere ser tu amiga”. Obviamente la aceptó.
La mujer se presentó y le contó que ella era chilena y que había dedicado los últimos años a rastrear el origen de la familia Vio. Le dijo que viajó hasta la minúscula isla de Murano en Venecia, Italia, de donde los Vio eran originarios y que analizando varios documentos descubrió que a finales del siglo XIX dos hermanos Vio viajaron a Sudamérica. Uno llegó a Argentina y el otro a Chile. El de Argentina tuvo un hijo, que tuvo un hijo, que tuvo un hijo, que tuvo un hijo, que tuvo a mi papá. El de Chile, en cambio, tuvo diez hijos, que tuvieron otros diez hijos, que también tuvieron diez hijos, que tuvieron diez hijos, hasta hacer de los Vio un apellido bastante extendido por el país.
¡Mi viejo por fin encontró a su familia!
Las charlas con Paty se hicieron cada vez más habituales. Se saludaban con un caluroso “Hola primo” y se contaban historias de sus padres y abuelos como si estuvieran hablando de tíos y tío abuelos.
A través de Paty, mi viejo fue contactando por Facebook al resto de su nueva familia. Así aparecieron Juan Vio, Ricardo Vio, Emilse Vio, Alicia Vio, Andrés Vio, Judith Vio y varios más.
De repente, gracias a las redes sociales, mi viejo pasó a tener una familia super numerosa. Cada noche, cuando volvía del laburo, nos contaba lo que había chateado durante el día con algún Vio.
Era como si del otro lado de la Cordillera, existiera una dimensión paralela en la que alguien con mi cara o la suya era médico, madre divorciada, abogada, padre soltero, empresario retirado o maestra de primaria.
Un día, Paty le contó a mi viejo que los Vio chilenos estaban organizando una juntada familiar en Viña del Mar, una ciudad costera a 1 hora y media de Santiago. Le dijo que ella no iba a poder estar porque tenía un viaje planificado pero que lo invitaba a asistir. Cuando mi viejo contó esto en mi casa mi mamá y mi hermano le dijeron que les parecía ridículo. Yo al principio adopté una postura similar, pero al ver la cara de desilusión de mi papá, le dije que no tenía problema en acompañarlo.
En esa época, con mi papá nos peleábamos por casi todo, sin embargo el amor existía y este viaje era una buena oportunidad para reafirmarlo.
Viajamos a Chile. En el aeropuerto de Santiago nos esperaban Juan Vio y su hija. “Hola primo” le dijo Juan a mi papá y lo abrazó como a un familiar que no veía hace mucho. En el auto, de camino a nuestro hotel, los dos primos se la pasaron hablando del resto de los Vio. Juan contó que alrededor de 80 “familiares” habían confirmado su asistencia a la gran reunión que iba a ser al día siguiente. Cuando llegamos al hotel se despidió afectuosamente y nos propuso pasarnos a buscar para llevarnos hasta Viña.
Esa noche con mi viejo fuimos a comer a un lugar de pescados. Nos la pasamos hablando de Juan, de lo simpático que era, de que había que invitarlo a Buenos Aires y que era una lástima que mamá no lo haya podido conocer. Yo también estaba feliz de haber encontrado a esa nueva familia, una familia que era solamente mía y de mi papá.
Al otro día Juan nos pasó a buscar. En el auto nos fuimos poniendo al día con la vida de cada uno. En realidad, nos fuimos conociendo. Juan contó que tenía un restaurant en el sur de Chile y que solo servían comida mapuche. Por sus cuentos, el primo parecía ser un antiguo hippie con Osde.
Fuimos de los primeros en llegar a la reunión. Se hacía en un club que tenía un quincho rodeado de un gran jardín en el que había una exposición de autos antiguos. Una señora nos recibió al saludo de “Bienvenida familia” y nos dio un cartel con el supuesto escudo de los Vio en el que teníamos que escribir nuestro nombre para que todos pudieran reconocernos. Juan nos propuso que además pusiéramos “Argentina”, así todos sabían que éramos lo primos extranjeros.
De a poco el club se fue llenando. Había pocos Vio de mi edad. La mayoría eran como mi viejo o más grandes. Algunos no se conocían entre ellos, pero tenían algún familiar en común. Al principio mi papá y yo fuimos las estrellas, todo el mundo quería conocer a los argentinos.
“¿Vinieron solo por la reunión?”
“¿No se quedan a visitar Chile?”
“Qué lástima, tienen que volver pronto, lugar dónde quedarse no les va a faltar”.
Una de las señoras más grandes propuso sacarnos una foto familiar. En vez de decir “Wiski” dijimos “Vio”.
Después de la foto entramos al quincho para comer un asado. Por fin mi viejo y yo estábamos en una mesa familiar rodeados de Vios. La conversación giró en torno a anécdotas familiares. Los argentinos no pudimos acotar nada. Al principio nos mostramos interesados en las historias, pero de a poco, la lejanía con los protagonistas nos hacía perder la concentración.
Cuando terminamos de comer, una tal Ana Vio trajo un proyector y empezó a pasar fotos familiares, desde las más antiguas hasta las más actuales. Al parecer habían dado la consigna de que todos mandaran fotos de sus familias para que las podamos ver entre todos. Nosotros no estábamos enterados, de todas formas no hubiéramos podido mandar más que una foto de mi viejo, mi vieja, mi hermano y yo.
Ana Vio pasaba las fotos y explicaba quién era quién. Cada vez que decía un nombre, alguien de la mesa saltaba y contaba una anécdota, la cuál era rematada con una nueva anécdota contada por otro.
De repente con mi viejo nos miramos y sin decirnos nada nos dimos cuenta que estábamos en una reunión familiar de extraños. Compartíamos el apellido con todos ellos pero no teníamos nada en común, ni siquiera los tatarabuelos. De un segundo para el otro, los primos dejaron de ser primos. Mi único familiar ahí, era mi papá.
Habíamos cruzado los Andes para asistir a un encuentro familiar ajeno. Estábamos en el medio de Viña del Mar mirando fotos de desconocidos, comiendo con completos desconocidos y hablando sobre otros desconocidos.
Nos queríamos ir de ahí pero Juan parecía demasiado entretenido con las proyecciones. Salimos a fumar un pucho. Afuera estaba Marcos Vio. Nos contó que era pintor y que fue a la reunión porque su hermana iba. Nos dijo que él tampoco se sentía cómodo, que para él también era una reunión con extraños. Le preguntamos si estaba con auto, nos dijo que sí. Le dijimos que si se iba temprano por favor nos llevara. Nos propuso irnos en ese mismo momento, sin saludar.
“No podemos desaparecer”, le dijo mi papá.
“Hagan lo que quieran. Los espero en el auto”.
Entramos y con timidez interrumpimos el anecdotario para avisar que nos íbamos. Todos nos pidieron que nos quedáramos un rato más, que todavía había varias historias para contar.
“Tomi está cansado y mañana viajamos temprano” se excusó mi viejo.
Nos despedimos de cada uno con un abrazo y con la promesa de volver a vernos. Dijimos que la próxima reunión la teníamos que hacer en Argentina. “Chau primos” nos dijeron todos los Vio al mismo tiempo cuando salimos del quincho.
Al otro día, salimos para Buenos Aires. Aunque volvimos sin familia nueva, llegamos contentos. Nunca nos lo dijimos, pero los dos sabemos que a partir de ese viaje nuestra relación cambió. Ya no necesitamos anécdotas de antepasados o extraños para construir nuestra familia. Tenemos nuestra propia historia y es solo de nosotros dos.
No Comment