Dolores mundiales


En el 94 la figurita que me faltaba era la de Perico Pérez. Ese mismo año me operaron, justo el día después de que el Diego se la clave en el ángulo a Grecia. Algunas semanas de reposo y a ver cada partido. Hasta un 0 a 0 de Corea contra Bolivia, imposible de mirar. Y después, la tristeza, de ver a nuestro capitán yéndose por la puerta de atrás y dejándonos huérfanos de fútbol y de copa.

Cuatro años más tarde, era otra vez un argentino el que me faltaba para completar el álbum, Hernán Crespo. Con mi hermana compramos pintura celeste y blanca, fue la primera y última vez que me pinté la cara. Un par de horas después, Bergkamp mataba una pelota larga y me lavaba la jeta de un derechazo. Otra frustración, que no tendría comparación con lo que se vendría.

Me levantó alguien en casa a eso de las 3 de la mañana porque había muchas horas de diferencia. Salté de la cama y en familia, más por un tema de horarios que de ritual, vimos como el eterno Bati nos daba los primeros tres puntos. Después, todo se vino abajo, y hasta nuestro otro delantero héroe veía la tarjeta roja sentado en el banco. Un fracaso futbolístico para un entrenador y un plantel que muchos imaginábamos en el balcón de la Casa Rosada festejando. Para colmo la palabra PENTACAMPEÓN se escribía con letras verdes y amarillas y al ritmo de Ronaldo y Rivaldo. Una pesadilla japonesa.

2006. Mi ídolo por fin se ponía la 10 de la selección. Yo ya era mayor de edad y podía escabear tranquilo con mis amigos mirando los partidos. Situación ideal. Todos juntos festejando en un boliche la volea de Maxi Rodriguez que nos había dejado afónicos. Alemania, un clásico ya a esta altura. Y un dolor de cabeza a partir de este Mundial. Nuestro karma. Qué cerca estuvimos. Los cambios de Pekerman, la lesión del Pato y los malditos papeles de Lehman. Casi sacamos al dueño de casa. Casi, siempre casi.

Primer mundial en África. Ahora sí, ahora se me da. Se nos da. Además, en el banco está el más grande, y en la cancha está el otro. Se alinearon los planetas. Ya quedó atrás lo que tuvimos que padecer para llegar hasta acá. Ya con panza de cerveza, a disfrutar de Messi y compañía. A ver a Martín Palermo festejar como un nene un gol intrascendente para las estadística de los mundiales, pero fundamental para nuestro gen argentino. Esos mismos planetas nos pusieron a Alemania, y la posibilidad de tomar revancha. Fue tal el golpe, que creo que lo terminé de digerir antes del cuarto gol. Una lección de fútbol, trabajo y potencia que nunca más pude volver a ver, y que debería para poder aprender. Nuestro último héroe caía, su mejor alumno miraba el piso y no podía meterla dentro del arco. Ya ni campeones morales somos. Ya está, el 86 fue una ilusión, ya no va a volver a pasar. Me tengo que conformar con los cuartos de final. Para el próximo prometo no ilusionarme.

Y así llegó Brasil. Sudamérica, nuestra tierra, pero Brasil. Tan cerca y tan lejos. Somos casi locales. Inventamos cantitos, llenamos de banderas las playas cariocas. Este es nuestro Mundial. No tengo idea si podemos llegar a ser campeones, pero no cabe duda que es nuestro Mundial. El 10 marca el camino y nos lleva de la mano hasta octavos. Y de a poco empiezo a creer que quizás, en una de esas, cabe alguna posibilidad de que crucemos esos cuartos de final. Porque claro, es Bélgica. Todo bien, juegan lindo, pero acá sacamos la chapa. Pasamos. Me miro con mis amigos, una generación que por fin iba a conocer lo que es una semifinal del mundial. Y encima caía 9 de julio. Feriado patrio, asado y una fe inconmensurable regada con carne y alcohol. Y se convirtió en héroe. Estamos en la final, pellizcame. Nos abrazamos, alguno lloró para afuera, otros lloramos para adentro. La caravana nos llevó hasta el obelisco y hasta el maracaná. ¿Nos esperaba Brasil? No, se había comido 7 el día anterior. En su casa. Era el guion de nuestras vidas. En cambio, otra vez Alemania. La tercera es la vencida. Tiene que serlo. Cierre ideal. Pero no. Parece que no estamos hechos para los finales felices. Parece que nos gusta sufrir. Tristeza não tem fim. Que lo parió. Con la frente más alta que nunca, pero las manos vacías.

Cada cuatro años, una nueva frustración, distinta, con sus matices. Algunas mucho más dolorosas que otras. Mucho más tempranas e inexplicables. Pero siempre ahí, con la bandera al lado de la de Holanda, o Nigeria, con los periodistas llenando los interminables espacios muertos en las puertas de las concentraciones. Ahí, donde hay que estar cada cuatro años. En Europa, Sudamérica, África, Asia, donde toque. Con la caravana hasta Ezeiza llena de ilusiones renovadas y las vueltas llena de preguntas.

Ahí quiero estar, ahí hay que estar. No me dejen, no nos dejen sin la posibilidad de una nueva frustración. Quizás no estemos hechos para campeones, pero seamos parte de la fiesta al menos, que es la mejor que podemos tener cada cuatro años. No quiero tener que darle los paquetes de figuritas a mi sobrino esperando a Neymar o al cuatro de Egipto. Quiero que la última que me quede para completar el álbum sea la del Huevo Acuña. Quiero vivir un nuevo dolor mundial.

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