Los sábados eran por goleada mi mejor día. Llegaba a ganar hasta tres e incluso cuatro veces más que un lunes o martes. Ni siquiera esos del Uber lograron que saque menos. La gente de acá sabía. Esto no deja de ser un pueblo, por más ciudad que parezca, y la mayoría me conoce. Yo nunca abrí la boca, siempre dejé que hagan lo que quieran. Que metan falopa, escabeo y hasta gente de más. Una vez llegaron a ser ocho pibes adentro del coche. Tomaban merca en cada lomo de burro. Claro que todo eso lo cobraba extra. Después de la cuarta persona, eran cien pesos por cada una. No era la única tarifa especial. Si querías coger, doscientos. Si encima querías que me baje y los deje solos, doscientos cada quince minutos. El telo rodante le decían algunos. Si querías vender droga acá adentro, me llevaba mi parte. Salvo las pastillas, esas nos las quería, prefería la guita. Un pequeño paraíso de cuatro ruedas. Eso es lo que era.
Hasta que dejé manejar a una piba de quince. Bueno, dejar, es un decir. Venía con las amigas, era su cumpleaños y en vez de pedir la fiesta, pidió un auto. El viejo la sacó cagando y entonces se fue a bailar con las amigas. Al padre lo conozco hace años, jugamos juntos al fútbol. Medio pelotudo, pero buen tipo, que sé yo. La cuestión es que me pidió que las llevara al boliche, que las trajera de vuelta y que además espere afuera por las dudas. Trescientos la hora, le dije. Puteó un rato, pero era más barato que comprarle el auto.
Las busqué a eso de las doce, después de que brindara con su familia. Me invitaron a una copa, pero les dije que no tomaba alcohol cuando estaba de servicio. Se rieron. Vicios que me quedan de mis años de rati. Eso, y varios amigos, que hacen la vista gorda. Lo mejor de ser policía, o ex, es que podés ser rico, aún sin tener nada.
Eran cinco contando a la cumpleañera. Ella se sentó adelante y el resto atrás con botellas recortadas de jugo con vodka, ferné con coca y alguna cerveza. Una me preguntó si podía fumar. Le dije que abra la ventana. Las cinco sacaron, sincronizadas, sus cigarrillos. Se pasaron el fuego de mano en mano, y en poco segundos se formó una nube. Me prendí uno también. Vamos para Amnesia, me dijo la agasajada.
Es el boliche de Oscar. Otro ex cana. Deja entrar lo que sea con tal de llenarlo. Si ya te movés con tus propias patas, podés pasar. Queda cerca de la ruta y siempre se arma quilombo porque se llena de gente de todos los palos. Ahí van los cumbieros, los metaleros, los que se visten como putos, los futbolistas, los rugbiers, de todo. No hay noche que no termine a los botellazos. Yo siempre espero a la vuelta. Sobre todo desde el día en que una botella me cayó en el parabrisas. Lo vi al que la tiró. Lo corrí, pero no lo alcancé. Pensé en sacar el fierro, pero había mucha gente, y el Oscar después me rompe las pelotas. Como si yo fuera el único que anda enfierrado.
Llegamos en menos de diez minutos. Todavía no había mucha gente afuera, así que se quedaron un rato escabeando los fondos antes de entrar. Una me preguntó si tenía un porro. Le dije que no y me puso cara de ojete. Entonces se alejaron del coche y se unieron a un grupito de pendejos que se andaban pasando faso como si fuera una papa caliente. Todos querían fumarlo, pero nadie quería sostenerlo. Al rato se metieron al boliche, aprovechando que casi no había cola. Doblé la esquina y estacione a la vuelta. Acomodé el asiento como una cama y me tiré a dormir con la radio prendida. A la tercera canción de cumbia la apagué. Me dormí rápido.
Cuando me tocaron el vidrio, salté de la butaca. Con la mano derecha llegué a manotear el fierro que tenía debajo y apunté a mi ventana. Una fila de pibas se empezó a trastabillar como si fueran un dominó. Creo que solo la última llegó a caerse. Había una que ya estaba en el piso desde antes. La que me tocó el vidrio fue la misma que me había preguntado si tenía porro. Parecía un fantasma.
Dejé el arma entre los pedales y salí a los pedos del auto. Les pedí perdón y me excusé diciendo que en este barrio hay que andar con cuidado, que la policía está toda entongada con los chorros. Y es así, te lo digo yo que fui cana. Les ordené que suban, que se iban a enfermar por el pasto mojado. Primero subió el fantasma y después la cumpleañera que la acompañó adelante. Yo me quedé esperando al resto. Dos de ellas ayudaban a vomitar a la tercera. Una le sostenía el pelo y la frente mientras la otra le metía los dedos hasta la campanita. Al final largó todo, hasta un poco de sangre, creo. O capaz que era uno de esos tragos raros que toman ahora los pibes. Me prendí un cigarro y esperé a que terminaran de acomodarse. Les pasé un poco de agua que siempre tenía a mano. Tomaron, una de ellas se limpió un poco los dedos, y finalmente se subieron. La que había caldeado se acostó sobre las otras dos. Les ordené que bajaran la ventana y arrancamos. Iban las cinco para la casa de la cumpleañera. Esquivé algunos borrachos y encaré para la ruta. Siempre volvía por ahí. Es un poco más largo, pero si vas por adentro está lleno de fisuras y no quería pisar a uno y comerme un garrón. Y fijate la que me termine comiendo.
Unos metros antes de agarrar la ruta, la cumpleañera empezó con que quería manejar. Al principio no le di pelota porque pensé que hablaba a futuro. Insistió un par de veces, dijo que su papá era un sorete que nunca la había llevado a practicar, que en cambio a su hijo varón sí, que manejaba desde los doce. Seguí concentrado en la ruta. El fantasma, que iba del lado de la ventana le metía fichas, le decía que era un hijo de puta su viejo, que siempre hacía distinción entre ella y su hermano, que este pueblo estaba lleno de machitos. Me dio gracia como lo dijo. Me preguntó de qué me reía, pero ni le contesté. Me preguntó otra vez y seguí callado. De repente empezó a gritarme que frenara el auto, que la dejara manejar a su amiga. Los gritos me aturdían así que me di vuelta para decirle que se calle. Cuando giré la cabeza, tenía mi propio fierro apuntándome a la cara. Pegué un volantazo de la sorpresa y mordimos un poco la banquina. El auto corcoveó un poco, pero volvió al asfalto. Le dije que bajara ya mismo la pistola y la metiera debajo de mi asiento. Se lo pedí tranquilo. Se negó y volvió a decir que frenara el auto que su amiga quería manejar. Entonces le dije a la cumpleañera que le diga al fantasma que eso no era un juguete y que se dejen ya de pelotudeces. No hubo caso. Ahora las dos gritaban. Atrás el silencio contrastaba de tal manera que creí que se habían dormido o estaban muertas. Toda la energía la tenían ahora la cumpleañera que pasaba sin tregua de la súplica a la puteada y el fantasma que sostenía el arma con las dos manos. La primera era más bien morrudita, pero su amiga, la pistolera, era fornida y tenía las manos anchas como si las hubieran picado miles de avispas. Parecía tener la fuerza suficiente para apretar el gatillo.
Apenas dejaron un hueco entre los gritos, intenté explicarle que una piba borracha y sin experiencia manejando por la ruta era peligroso para todos.
Estaba por ofrecerles un trato, dejarla agarrar el volante las últimas cuadras, cuando se escuchó el primer tiro. El fantasma había sacado la mano por la ventana y disparado al aire. El ruido retumbó un instante dentro del auto y se perdió hacia el este donde empezaban a verse los primeros rayos de sol. Primero aceleré por la inercia y la costumbre de escapar y después fui bajando la velocidad hasta frenar a un costado de la ruta.
Intenté manotearle el fierro, pero se lo escondió atrás. Me saqué el cinturón y me tiré sobre ellas. Le agarré el brazo izquierdo al fantasma, el que tenía libre. En ese momento, la cumpleañera, que estaba aplastada en el medio me clavó los dientes en el cuello arrancándome un cacho de carne. Me fui para atrás gritando y ellas aprovecharon a bajarse del auto. Mientras me retorcía en el asiento del conductor, el fantasma me pegó un culatazo en la cabeza. No llegó a desmayarme, pero quedé medio tonto. Me intentó mover y no pudo. Entonces me puso el fierro en la oreja y me ordenó que me sentara bien y que dejara libre el asiento del conductor. Atrás se había despertado una de las tres y se había sumado con sus gritos. El fantasma le apuntó y la obligó a callarse. Después me volvió a amenazar con darme otro culatazo, así que esta vez obedecí y como pude me hice una bolita en el asiento del acompañante. La cumpleañera que estaba callada hace varios minutos no sabía qué hacer. La amiga le hizo una seña para que fuera a manejar. Ella siguió en silencio. Le dio un empujón para sacarla del letargo, pero nada. Se acercó y le dijo algo en secreto. La cumpleañera le decía que no con la cabeza. Cuando sintió el fierro acariciarle la pera dejó de moverla. La empujó un poco más fuerte esta vez y dando la vuelta por la parte delantera del auto llegaron hasta mi puerta, o sea, la del conductor.
La cumpleañera se subió adelante mientras que el fantasma hizo lo mismo pero en el asiento de atrás. Empujó a la amiga que estaba dormida y mucho más transparente y se sentó sobre el tapizado babeado. Pegó un par de puteadas y después le dijo que arrancara. La mano le temblaba tanto que le costó varios intentos meter la llave. La hizo girar, pero no llegó a prenderse. Así un par de veces. Le expliqué que tenía que pisar el acelerador con un poco más de fuerza. Le dio de lleno. Estiré el brazo para meterle el cambio, pero el fantasma me sacó cagando. Me ordenó que no tocara nada, que solo le dijera lo que tenía que hacer. Le pregunté si podía sentarme bien. Se me cagó de risa. Más o menos el expliqué como era. Se apagó un par de veces y a al tercer intento salió de golpe. Tanto que me la di con el parabrisas. El fantasma se volvió a cagar de la risa. Hicimos los primeros metros sobre la banquina y después la piba dobló de repente, sin mirar, para la ruta. Por suerte no venía nadie. Le pedí que metiera segunda. Otra vez el sacudón. Así llegó hasta poner quinta por pedido del fantasma. Cada dos segundos le decía que fuera más rápido. Una camioneta que parecía un puntito negro en el horizonte se nos empezó a venir encima. Cuando la tuvimos a un par de metros me estiré y pegué el volantazo. Mordimos otra vez la banquina, pero del otro lado y nos acomodamos. El fantasma se puso a gritarme como loca, a decirme que no vuelva a tocar nada porque si no me iba a pegar un tiro. Le dije que si no hacía eso nos moríamos todos. Se acercó y me puso el fierro en el ojo izquierdo. Atrás de la punta de la pistola estaba su cara, que había dejado de ser un fantasma. Yo le digo así para que sepas de quien estoy hablando. Bueno, la cuestión es que yo veía como estaba desencajada, tenías los dientes para adelante y la nariz bien abierta. Parecía que nos iba a comer. En un momento giró la cabeza y se puso a decirle una cantidad de cosas a la cumpleañera. Le decía que era una pendeja de mierda, desagradecida, que se hacía la víctima, que debería matarla, qué sé yo que más. Ahí aproveché entonces para agacharme y con mi brazo le moví el suyo. Fue ahí cuando se escuchó el segundo tiro. Yo no sé si se asustó y entonces disparo o si se le escapó. Al instante empezó una de gritos y de sangre que no te imaginás. El auto hizo zigzag un par de veces. Nos miramos con la cumpleañera y le hice una seña para que siguiera manejando.
Ya nos habíamos pasado hace varios kilómetros de la entrada para el pueblo.
No te puedo decir bien a quien le había dado porque era un quilombo atrás. Más aún cuando volvió a disparar. Esta vez lo llegué a ver. Una de las que estaba atrás se le había ido al humo para sacarle la pistola. Le embocó arriba de una ceja y la bala salió por atrás salpicando sangre para todos lados. La única que había zafado era la que había vomitado antes, si es que no estaba muerta del susto. Ni llorar podía. La cumpleañera soltó el volante y se puso a gritar. El auto perdió el control unos segundos hasta que salté encima de ella. En ese momento pensé que el fantasma me mataba, pero lo hice sin pensar, total nos hubiéramos matado de todas maneras. Nada. Agarré el volante y pisé un poco el freno. Con el brazo le sacudí la pierna a la cumpleañera hasta que reaccionó y se cambió de asiento. Atrás el silencio era tal que te juro que llegué a pensar que se trataba de un sueño, un mal viaje, algo así. Afuera el sol había salido por completo y los campos de rastrojos y soja empezaban a darle color al día. Un domingo típico en el campo. Por un momento me sentí solo y un poco en paz. No sabría explicártelo, como que mi mente se fue a otro lado. De todos modos no duró mucho.
Antes de retomar para volver al pueblo sonó el tercer disparo y pegadito, el cuarto. Ahí pensé que me habían matado. No entendía como yo seguía ahí manejando, moviendo el auto para adelante. No me animaba a mirar para otro lado. Me puse a rezar y a esperar mi turno. Puse el auto al palo. Me la quería dar de frente con algo. Si yo iba a morir, el fantasma se venía conmigo. Pasó la camioneta negra, pero no me animé. Le empecé a gritar que me matara de una vez, que si no, iba a ponérmela de frente contra el próximo. Nada. Le insistí, aceleré un poco más. Nada. Se venía la salida que tenía que tomar. Ahí está el nombre del pueblo con unas letras grandes. Pensé que era la mejor manera de morir. Iba decidido a dármela contra eso cuando alguien me agarró la mano. Salté del cagazo, pero me apretó tan fuerte que no pude soltarme. Era la cumpleañera que me tenía agarrado con sus dos brazos. Se recostó sobre mí, temblando tanto que me contagió. Bajé un poco la velocidad y doblé a la derecha, para el lado de nuestras casas. En la parte de atrás ya no se escuchó nada más.
¿Dónde está? ¿Vos sabés de quién te hablo? Es una morocha chiquitita con nariz un poco fea. Hoy es su cumpleaños, creo que el tercero desde que está acá. No podés hablar vos ¿no? Qué se yo como me mirás fijo pensé que me estabas escuchando. Mejor lo busco al doctor. Chau, que sigas bien. Otro día te muestro el auto si querés.
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