El otro día por recomendación de un amigo me puse a leer la columna que Jaime Bayly tiene en Infobae. Para el que no lo conoce, es un periodista peruano radicado en Miami y reconocido en Latinoamérica sobre todo por sus reportajes políticos. La realidad es que, desde que tengo uso de razón, al tipo siempre le tuve bastante bronca. Me acuerdo que cuando era chico, más o menos unos ocho o nueve años, a mi viejo le gustaba ver su programa de entrevistas en canal 9. A mi en esa época lo único que me llamaba mucho la atención era su acento neutro, medio caribeño, algo desconocido y que nunca había tenido la suerte de escuchar en vivo. Hablaba, hablaba y hablaba; y la realidad es que yo -con mí inocencia a cuestas- prefería estar viendo algún dibujito en Cartoon Network o algo más colorido que su pelo negro con raya al costado. No entendía cómo mi papá podía pasarse una hora viendo ese embole. Era finales de los ’90 y todavía se podían sentir rezagos del sushi y el champagne.
De grande lo empecé a “odiar” todavía un poco más -ya con algo más de sentido- por sus comentarios de ultraderecha, sus entrevistas medio pelo y porque sentía que era un tipo que se había quedado encerrado en esa maldita década del ’90. Era el neoliberalismo a la orden del día. Por eso cuando Edu, un gran amigo con el que puedo hablar de muchas cosas pero en muy pocas nos ponemos de acuerdo, me dijo que lo leyese lo hice con recelo. De hecho al principio le dije que lo había hecho cuando en realidad no. Pero su insistencia me llamó tanto la atención que decidí darle una oportunidad. Fue ahí cuando me terminé encontrando con una descripción que, a pesar de ser desafiante, se quedó dando vueltas en mi cabeza.
El texto en sí era una crónica sobre sus vacaciones en Seattle, Estados Unidos. Cómo una ciudad hippie y desordenada enloqueció a su mujer y lo enamoró a él. Cómo logró escaparse del calor de Miami para terminar dando vueltas por calles donde, según él, solo se respiraba el olor a marihuana. Pero además contaba de su próximo viaje a Argentina y su esperada vuelta a Buenos Aires. Y ahí llegó una maravillosa descripción que al principio me generó más odio hacia Jaime y después, tengo que confesar, algo de envidia por haber logrado poner en palabras algo tan “perfecto” para él.
Dice en su texto que Buenos Aires “es una gran señora decadente, venida a menos, alcohólica, autodestructiva, que, sin embargo, uno estima profundamente, pues te entretiene con su conversación impredecible e ingeniosa y nunca te aburre, aunque a veces pone en riesgo tu vida o tu cartera”. Es verdad que sus palabras son un tanto exageradas -menos la parte de la billetera-, pero a un pibe como yo a punto de volver ahí después de casi dos años le generaron un nudo en la garganta. Esa “señora decadente” es el lugar a donde más me gusta volver. Para mi tiene el abrazo más cálido y generoso, lleno de afecto y risas. Es el que me acompaña con noches interminables de anécdotas y días de patear baldosas flojas con olor a jacarandá.
De hecho, la manera en la que Jaime la describe me hizo pensar en cómo veo yo a Buenos Aires. Esa “señora decadente” según él, es para mi más como mi vieja. Una mujer de unos sesenta y algo -pero no parece…- que se banca todas, que siempre te espera con algo para brindar y que aunque sea épocas de vacas flacas siempre tiene algo en la heladera para compartir. Esa que te va a escuchar siempre por más que sean las 4 de la mañana y que tiene siempre algún plan. Es la de la comida casera en un bodegón y el chori en la Costanera. Es la que me mira siempre con orgullo aunque cada tanto decida abandonarla y aunque no cumpla muchas de sus expectativas. Es la que está siempre despierta, con sus luces encendidas iluminando la calle Corrientes, y la de la mozzarella aceitosa en El Cuartito después de ir a la cancha. Buenos Aires es como mi vieja, porque también me dio la vida…
Por eso cuando vuelvo a leer la descripción de Bayly por cuarta o quinta vez, me doy cuenta que ya no lo odio más -o por lo menos no tanto. Esas noches de aburrimiento frente al televisor tuvieron su razón de ser. Porque ahora a ese peruano de acento neutro le encuentro algo de aprecio por hacerme entender esto y hasta un dejo de pena, porque lamentablemente él no tiene a esa vieja que lo espera con los brazos abiertos cada vez que pisa Buenos Aires. Porque aunque él, como yo, pudo haber vivido en varias ciudades del mundo; Jaime nunca va a tener como casa a una “señora decadente” ni va a poder disfrutar de “una conversación impredecible e ingeniosa”. Y yo, gracias a Dios si.
No Comment