ATENCIÓN: los hechos y/o personajes de esta historia son reales y cualquier coincidencia con algún relato parecido que te hayan contado es seguramente una linda semejanza… Por otro lado si sabés quien soy espero que sepas entender que quiero permanecer en el anonimato como Batman y no quiero que develes mi identidad. Por lo menos por ahora llámenme: Chico Cannabis.
¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Te creés que porque el título habla de marihuana este va a ser un artículo más sobre drogas y que su protagonista está tan drogado que no puede teclear con coherencia? Tengo algo que decirte antes de que sigas leyendo esto: mi intención es contarte una historia, no convencerte de algo. Así que te pido que dejes tus prejuicios atrás y te embarques en esta aventura conmigo en un recorrido por los campos de cultivo de marihuana de California. Lo que pasa dentro de estas famosas granjas. Cómo es de verdad lo que para muchos es “el trabajo perfecto”. Cómo se pueden hacer 200 dólares diarios recortando una plantita. Cómo se vive en casas militarizadas, bosques de cannabis y la amenaza diaria de una redada de la DEA. Pero antes de eso, tengo una última confesión que hacerte: jugué un poco con tu mente; porque sí, la verdad es que todavía tengo los ojos un poco rojos y en mi boca sobrevive el gusto picante del humo que acabo de tragar…
Capítulo 1: la fantasía se choca con la realidad
Voy a empezar por lo primero: ¿quién soy? Quizás lo más franco que pueda decir en un principio es que decidí “autollamarme” Chico Cannabis por una película que vi hace dos años, en junio de 2014, y que contaba la vida del joven Nate Norman; un chico de 19 años que trabajaba como delivery de pizzas en Idaho y se le ocurrió la fantástica idea de traficar marihuana desde Canadá hasta Estados Unidos. No quiero aburrirlos -y en tal caso, pueden ver la película- pero en poco tiempo el pibe se hizo multimillonario vendiendo cannabis en su ciudad natal. ¿Nada mal, no? Bueno de ahí surge el nombre y un poco esa fascinación que empecé a mamar hace algunos años de poder ser parte de este intrigante mundo del porro en California. Como verán, mi cabeza es un poco fantasiosa…
Ahora, lo concreto: tengo 26 años, me crié en un clásico barrio de la Capital Federal y a diferencia de lo que seguro estás pensando estudié una carrera universitaria -me recibí hace unos años en una universidad privada pero no sé muy bien qué hacer con el título. Pero como uno no siempre termina haciendo lo que sus papás fantasean; decidí tomarme el palo de mi casa y viajar para cumplir uno de mis mayores anhelos (ése que venía escuchando tantas veces en historias y fábulas): cosechar marihuana en las granjas de California. Por eso es que un día, sin mucho aviso previo, y con algunas referencias más bien escasas sobre lo que iba a hacer, me subí a un avión con destino a Estados Unidos y arranqué “mi sueño americano”.
A ver: llegué al aeropuerto de San Francisco con la idea fija de que ni bien pisara suelo norteamericano iba a venir un granjero todo desfachatado con una pick-up algo destartalada y me iba a ofrecer la oportunidad de trabajar en su granja de marihuana. Quizás haya sido todo parte de una gran fábula que intenté creer durante varios meses para convencerme de hacer esta locura y en gran parte le echo la culpa a esa especie de mito que circula entre grupos de amigos e internet de que venir a cosechar cannabis a Estados Unidos es quizás la manera más fácil de hacer plata en el mundo. Algunos hablaban de 200 dólares por día, otros de 10 mil dólares en menos de un mes, unos me aseguraron que llegaron a pagarse una casa luego de varias temporadas. Lo cierto es que todas esas historias venían de la mano del clásico: “un amigo, de un amigo, de un amigo, de mi primo…. bla, bla, bla”.
Estaba cansado de tanta cháchara así que un día decidí que iba a cumplir mi sueño. Y acá no quiero que me cataloguen como drogón, por favor. Pero la idea de irme a Estados Unidos a poder cosechar marihuana, planta que consumo hace tiempo, y hacer una cantidad de plata que quizás no vaya a conseguir en toda mi vida era motivo más que suficiente para arriesgarme. Ya no importaba si la historia llegaba por “un amigo de un amigo”, esta vez iba a ser yo el que la contara y el que le tire la posta a la gente. Bah, o eso es lo que pensé el día que me embarqué en Ezeiza con destino a San Francisco, California.
Antes de seguir contándoles esta historia, tengo que hacer un pequeño parate para aclararles algo que considero de gran importancia para la veracidad de este relato. Los principales campos de marihuana en California, el mayor productor de los Estados Unidos, se encuentran en lo que algunos llaman “Triángulo Esmeralda” y es nada menos que la zona de convergencia de tres ciudades poco conocidas al norte de San Francisco: Humboldt, Mendoncino y Trinidad. Es, alrededor de esta zona, donde uno tiene que venir a buscar el trabajo y donde se desarrolla el mayor movimiento de cannabis de la región -cerca de estas ciudades hay pueblitos que también se dedican a esto y obviamente de esto viven-.
Entonces, retomando un poco por donde empecé, ahí estaba yo esperando que un don nadie me levantara del aeropuerto y me llevara a su granja “5 estrellas” para hacerme millonario en menos de un mes fumando porro todo el día. Pero no, amigos, lamento desilucionarlos -y créanme, mucho más lo lamento por mí- pero eso no pasó… Esperé un tiempo, quizás más del lógico, hasta darme cuenta de que esa pick-up no iba a llegar nunca. Decidí tomar las riendas de la situación y salir a buscar yo a ese granjero amable que me diera la oportunidad de cortar con tijeras sus amados cogollos.
Me acordé de una linda charla que había tenido hace poco en mis vacaciones por Latinoamérica con un californiano que me había asegurado que la manera más fácil de conseguir trabajo en las granjas era yendo a las estaciones de servicio con un cartón cortado en forma de tijera y esperar bajo el sol a que un buen samaritano se acercara con la propuesta laboral en manos. No era una mala idea para probar, dado que esa fantasía del aeropuerto no había funcionado. Así que con el bolso sobre el hombro y un puñado de ilusiones me subí en el primer colectivo que me sacara de ahí y me llevara lo más cerca de la ruta para hacer dedo y poder llegar, de una vez por todas, al famoso “Triángulo Esmeralda”.
Fueron casi diez horas de colectivo paseando por lugares que nunca antes había visto ni escuchado, rutas desoladas y pueblos fantasmas que seguramente permanezcan perdidos en el mapa de los Estados Unidos. Pero finalmente, después de varios intentos fallidos para pegar un ojo y con un buen agujero en el estómago llegué a Garberville, al norte de San Francisco, el famoso paraíso de los “trimmers” o como me gustaría llamarlos a mi “cortadores de cogollos”.
Eran cerca de las 4 de la tarde, el sol me golpeaba la cara de una manera salvaje y mi panza seguía crujiendo esperando conseguir aunque sea un bocado de la famosa comida chatarra yanqui que lograra calmar mi ansiedad y me diera aunque sea un respiro para poder pensar tranquilo mi próxima jugada: encontrar el trabajo de mis sueños.
Espero no desilusionarlos, pero en este momento son las 4 a.m., mis ojos cada vez están más rojos -quizás a esta altura en gran parte sea por el sueño- y mañana tengo un día largo de cortar cogollos y cogollos por horas. Así que creo que voy a dejar esta primera parte acá, en el momento que me embarqué con mis ilusiones en búsqueda del “trabajo perfecto”. Como se darán cuenta por mis palabras, el trabajo lo conseguí ya hace algunas semanas, aunque lo de “perfecto” quizás sea un ítem que tengamos que hablar con más detalles en el próximo capítulo…
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