Catársis de cuarentini


Estoy prendido al celular más de la cuenta. ¿Cuánto? Mucho más de lo que me gustaría, eso seguro. Había logrado un perfecto equilibrio hace unas semanas, con una rutina que me hacía no mirarlo hasta cerca de las tres de la tarde. No me forzaba, se daba y me encantaba. Pero ahora, no sé, simplemente no puedo dejar de mirarlo. Me despierto y lo primero que hago es, con un ojo entreabierto, espiar las notificaciones que tengo de mensajes sin leer, mails que me faltan abrir y algún llamado de “spam” que no llegué a escuchar. No hay nada importante. Me lo repito una y otra vez en la cabeza, pero igual el dedo gordo avanza con bravura e investiga eso que a nadie debería interesarle… Por lo menos, nada muy urgente. 

Se hace la una entre el café y el scrolleo infinito de Instagram. Me levanté de la cama solo para sentarme en el sillón e hipnotizarme entre pantallas. No sé si a todos les pasa, pero en cuarentena siento que no hay mucho que contar, pero aún así mi lupita está llena de novedades. Gente que todavía, después de casi tres meses de estar encerrados, sigue siendo productiva. Algunos que aprovechan para desempolvar fotos viejas y hacerme creer que todavía hay algunos aviones que vuelan acá arriba. Otros hasta se dieron el lujo de empezar un emprendimiento. Un par que osan en ponerme en “mejores amigos” me tientan con alguna jodita clandestina -¡¿Dónde están?!- o reencuentros entre pocos de los que, aunque conozca solo a dos, me encantaría ser parte. 

Es sábado, son casi las cuatro de la tarde y aunque una parte de mi cuerpo me buchonea que debería tener resaca, lo único que siento ahora son ganas de abrir una birra y olvidarme de todo. Los últimos días, que en su mayoría no sé ni cuáles son, oscilo entre el aburrimiento, el paso del tiempo sin importancia y pequeños, pero muy valorados, momentos de fantasía donde me imagino haciendo cosas que no sé cuándo van a volver a suceder. Me encantaría decirme a mí mismo que falta poco, que ya voy a poder salir sin culpa ni sentirme perseguido, que bailar va a volver a ser algo normal y juntarme con más de diez algo de casi todos los días. Pero la verdad, ya no quiero mentirme más. No tengo idea. Vivo en un limbo lleno de incertidumbre, y para serme más sincero, la única certeza es que voy a quedar en esta un tiempito más largo de lo que esperaba…

¿Me tocará festejar mi cumpleaños por Zoom y con un regalo por Rappi? Pensaba que ni en pedo, pero para agosto falta cada vez menos y prefiero ir haciéndome la idea. Frío, invierno, tos, estornudos… Sí, está clarísimo que lo voy a pasar en uno de esos Zooms que tanto odio y que preferiría no tener que hacer ese día. Los gritos, las charlas sin sentido, las risas que duran más y esos malditos silencios incómodos. Creo que eso es lo que más me jode de esas videollamadas. Estar ahí pendiente, esperando que alguien hable o diga algo, que salga un tema para debatir o una anécdota para reírnos. Pero cuando pasa, me pierdo recordando una última salida todos juntos y mi voz queda obsoleta. No puedo hablar, no puedo comentar, no puedo reírme. Me siento un robot sin sentimientos. 

Se hace la hora de comer algo. Este cambio de rutina también me hizo inventar una especie de dieta autoexigida a base de café, cerveza, zucaritas y un plato contundente de sobras o alguna preparación medio “Masterchef” cerca de las diez u once de la noche. ¿Está mal? Probablemente, pero decidí no juzgarme en estos días y dejar que las cosas vayan decantando por si solas. Pero si sigo siendo sincero con vos, extraño unos buenos ravioles en lo de mis viejos o un asadito lleno de achuras. Ahí, seguramente, comería los obligados dos turnos y quizás repetiría. Ahora no me tiento cuando abro la heladera y el simple hecho de pensar en tener que prender el horno me da muchísima paja. 

En esta catársis de cuarentena me vienen a la mente esas escapadas que hice al principio con mi vecina. La del octavo, la que cruzaba cada tanto en el ascensor y con la que no pasábamos de una corta charla banal. Fueron tres o cuatro cuando todavía no entendíamos muy bien lo que estaba pasando. El Covid era la sensación. Un Rockstar. Y nosotros jugábamos ese juego de la prohibición mejor que nadie. Pintaba un mensaje de la nada y nos íbamos a la terraza del edificio. En ese momento se congelaba un poco el tiempo y en mi cabeza se iba armando la gran aventura de la pandemia. Esa anécdota para contar a amigos que encerrados en sus casas envidiaban mi suerte, y esa historia de amor ideal para rememorar con mis nietos en unos treinta años cuando el coronavirus aparezca solo en los libros de historia. Una aventura, una de esas que Shakespeare hubiese escrito entre Macbeth y Romeo y Julieta, ideal para un cuento corto en el que se roce el desamor.

Pero la historia, como cualquier cuento corto, terminó antes de lo esperado y me quedé sin mucho drama que contar y bastantes besos que dar. Encima, para colmo, la mayoría de mis amigos juegan al Counter. Y al Fornite y el otro, uno nuevo que todavía no le agarré el nombre. Juegan horas. Muchas. Quedo afuera, obviamente. Es decir, además de que el coronavirus me sacó tiempo y amor de cuarentena, también se robó a mis amigos. 

¿Algo más? 

Claro, todavía no te conté que sigo buscando laburo y que los ahorros sienten la cuerda cada vez más tensa. Pero si hay algo que ejercité en estos meses es la paciencia. Y algo que aprendí, es que si pinta el encierro no hay mejor remedio que “filminas, tapabocas y rock and roll”. 

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