Por Nacha Morales
Hace más de diez años que vivimos acá, en este departamento al que en algún
momento empecé a llamar casa, supongo que como sinónimo de hogar. Es chiquito,
cálido. Tenemos un balcón que da a la calle, muchas plantas que riego con café. Las
tardes de invierno cuando la calle está helada y en silencio, el sol se filtra tímido entre
las ramas, atraviesa los vidrios empañados, nos ayuda a descubrir nuevos espacios,
arma sombras ingeniosas. Cuando empieza el verano la enredadera del vecino
empieza a cubrir sus viejas paredes grises, llenas de hollín y humedad. El antiguo
jacarandá de la calle Aráoz extiende sus ramas hasta el tercer piso. Se asoma
atrevido a este mismo balcón. Con sus ramas verdes, sus flores lavanda. Una brisa
caliente mueve las cortinas, parecen las velas de un barco en medio del mar.
Suelo quejarme por la falta de espacio y motivos no me faltan. Sé también reconocer
las virtudes de este lugar que habitamos, que nos habita. En los peores días siento
que esto es una especie de depósito donde yo tengo guardado todo lo que más o
menos necesitamos para sostener la maquinaria funcionando. Pienso que de todos
modos, siendo solo eso, ya no es poco. Es más, es un montón.
Algunos días me siento abrumada cuando veo todo tan amontonado, pero me alivia
la certeza de saber que en el segundo estante del mueble blanco que está en el
cuarto, del lado de la ventana, en la caja rosa que tiene tres cajitas adentro hay una
caja verde más clarita donde guardo las pilas recargables. En la otra hay cables de
cargadores varios que siempre alguien necesita, y en la otra cintas tipo bebé de
muchos colores. Siempre tengo cintas multicolores. Las uso para decorar frascos,
armar floreros, envolver regalos, o para crear un sinfín de cosas tan innecesarias
como indispensables. Amo y odio esta casa. Me reconozco en este lugar. En el poco
espacio que necesitamos, en el orden que le damos a las cosas, el movimiento que
le proponemos, la asfixia de los días malos, el caos de la rutina, el silencio de la noche,
los cuentos antes de dormir, los sueños, alguna que otra pesadilla.
Me gustan las reglas que rigen nuestra casa, que nos rigen. Acá está permitido hacer
casi cualquier cosa: dibujar las puertas, pintar el piso, pegar cosas en las paredes,
amasar en la mesa del comedor, que es la misma que usamos para trabajar, comer,
conversar, hacer la tarea, pintar, tomar tés calentitos, hacer cuentas, revolver cafés y
volver a comer, claro.
Acá hay cosas que no faltan nunca: libros, café, papeles, salsa picante. Quesos
blandos y duros, para según el día. Panes ricos para untar con manteca y miel, para
hacer sanguchitos reconfortantes o mojar en la salsa del estofado. Valijas de distintos
tamaños para llevar y traer cosas de otros lados, de otros mundos. Ropa limpia, sucia,
carpetas con tareas de la escuela, ropa que perdió las esperanzas.
Esta es una casa laboratorio. Nos ve crecer todos los días, mide el paso del tiempo y
el volumen de nuestros cuerpos, nos obliga a cambiar los cuentos infantiles por
novelas para toda la vida, embolsa peluches que irán hacia otros rumbos, en busca
de niños que le den nuevas vidas, dobla ropa que vestirán otros cuerpos, cambia
muebles de lugar. Busca nuevos espacios, juega con las medidas, con las formas,
crea nuevos mundos posibles.
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