Se prende un Marlboro Light y el humo de esa primera pitada se impregna en mi cara. El olor a ese perfume dulce que tiene como insignia se mezcla con el fuerte aroma del tabaco prendido. La nebulosa gris que me enreda sin razón me trae recuerdos. Memorias con sonrisas torcidas, zapatos chuecos y labios pintados de rojo carmesí. Parece que hubiera sido ayer esa noche en la que cuatro ojos rojos y achinados se veían las caras por primera vez…
Habían sido horas y horas de carcajadas sin sentido en un pequeño barcito en la esquina de Fitz Roy y Cabrera, en lo profundo del barrio de Palermo. No me acuerdo muy bien que fue lo que me llevó a acercarme a su mesa. Quizás verla tomar un vaso de cerveza negra con tanta seguridad. O tal vez su mirada algo perdida recorriendo uno a uno los peatones despistados que caminaban sin saber que eran violados por unos ojos tiernos. Lo que es seguro es que esa trompa marcada pedía un beso. Y una charla. Yo lo sabía. Ella también.
El cigarrillo se acerca a su boca para una segunda pitada. No se escucha ni un murmullo. Nunca la había visto tan nerviosa. Sus dedos fuera de pulso se mueven entre si rasqueteándose parte de la piel del dedo índice. Acá me parece que claramente no hay más lugar para ojos achinados y risas. Sus cejas están más fruncidas de lo que alguna vez las vi cuando sin querer me olvidé que teníamos una cena con su familia por el cumpleaños de mi suegro y yo me fui a jugar al fútbol con mis amigos. Sus labios se mojan como si estuvieran a punto de decirme algo. Suspira fuerte. Resopla y saca de adentro esas primeras palabras que no parecían tener un buen final. “Ya sabés lo que pasa… No sos tonto. Y yo tampoco. Me parece que no hay mucho más que explicar”.
No podía aguantar más. Sabía que no. Y mucho menos podía permitir que ese monumento a la belleza se me fuera de las manos. Esa obra de arte tenía que ser mía y si era necesario iba a transformarme en el mejor ladrón para robarla. Y si de robos se trataba… Esos ojos verdes me encandilaban. Me habían sacado fuera de órbita. Sabía que de movida iba perdiendo por goleada. Estaba embobecido. No sabía si iba a poder decir las palabras correctas. Las planeé y ensayé mil veces en mi cabeza. Iban y venían. Parecía un actor de reparto preparando sus únicas líneas en una película de Tarantino esperando sobresalir y dar el puntapié inicial a la fama. “Bueno, ya fue…” pensé, “Me la juego, no tengo nada que perder. Si ya de por sí, sin hacer nada estoy perdiendo por goleada. Uno gol más no va a cambiar el partido”. Respiré hondo, tomé aire y me levanté de la silla plegable de madera que estaba acostada a la orilla de la calle. Eran unos diez pasos hasta llegar a ella, que también se sentaba al costado de la calle en una silla plegable, pero en este caso ella hacía que ese cacho de madera pareciera el trono de la Reina Isabel II.
Esos diez pasos se hicieron eternos. Tal vez fueron muchos más. Tal vez menos. Había nervios en mi cuerpo, pero ya estaba jugado. Había cruzado una fuerte mirada que me buchoneaba aunque hubiera estado a kilómetros de distancia y le decía indirectamente: “estoy yendo hacia vos”. Cerré los ojos y me zambullí en ese mar de incógnitas. Con toda la confianza del mundo y esperando un simple corte de cara, la saludé y le pedí sentarme con ella unos minutos excusándome que por mi lado de la calle pasaba muy poca gente y no podía distraer mi cabeza. Algo en esa muy estúpida excusa le pareció simpático y me dio la oportunidad de compartir esos primeros minutos con ella. Sí, ELLA.
Vi que su vaso de cerveza negra había dejado de transpirar y le ofrecí compartir una botella de vino conmigo. ¿Vino, yo? No sabía en el quilombo que me estaba metiendo con esa pregunta, pero me la jugué. Me miró con cierta desconfianza y me tiró la primera carcajada. “¿Vos te crees que yo soy de las que podés levantar con un vino y un chistecito boludo?”. La respuesta era más que clara. Me había embarrado hasta el fondo y creo que no había manera de salir de ahí. Levanté la mano rápida mirando a la moza y sin dejar que se me pasara la oportunidad le grité: “¡Dos cervezas bien frías!”. La miré a los ojos, esbocé una sonrisa comprometedora y algo afligida, y esperé que su reacción fuera algo más amigable. Tuve suerte. Sí, mucha suerte. La actitud le gustó y esa movida fue la que me hizo compartir con ella la primera de una de las tantas cervezas que tomamos juntos.
Esas palabras me pegaron sorpresivamente. No las estaba esperando. Qué se yo, tiene razón. No soy tonto, pero la verdad que no sé lo que pasa. A veces se me hace muy difícil comprender el comportamiento humano y mucho más cuando se trata de una persona como ella. Una montaña rusa de emociones que me desequilibra y enamora cada día de manera diferente. ¿Pero será justamente a eso a lo que se refiere? ¿Ése torbellino de sentimientos fríos y calientes se terminaron y ya no van a acompañarme el resto de mi vida? ¿Tan rápido puede uno dejar de querer a otra persona? ¿Qué mierda hice mal? ¿Se lo pregunto? ¿O espero a que ella siga hablando a ver si me lo dice? ¿Quizás tengo suerte y no se refiere a eso…? No, imposible. Su cara lo dice todo. Ya te dije, esas señas fruncidas son algo nuevo para mí. No las veía hace mucho tiempo. Me va a romper el corazón. ¿Dónde voy a encontrar una mirada perdida tan linda como esa?
Puedo intentar de escapar a esa pregunta con inteligencia. Algo, aunque sea mínimo, puedo hacer. Pero tengo que pensar rápido, no tengo mucho tiempo. Tic-Tac, Tic-Tac… Se me acaba el tiempo. Me rasco la cabeza y buscando avispar mis ideas. Pongo una mano en su pierna pero el frío de su piel me deja helado. Me eriza los pelos del brazo derecho. Ya sé, voy a mostrar seguridad. Le voy a demostrar que no sólo sé que pasa sino que la solución la tengo yo. Así, de última, soy yo el que toma la decisión. Eso tiene que funcionar…
Llegaron los vasos de cerveza a la mesa mientras ella me contaba lo que hacía de su vida. Era diseñadora, había estudiado en la UBA pero estaba en una “crisis vocacional”. Su trabajo le aburría: diseñaba piezas digitales para una agencia chiquita de publicidad la que ella creía que le robaba a sus clientes. “Es puro chamuyo… Les cobran una barbaridad por cosas que me hacen diseñar en 5 minutos y a mí me pagan dos con cincuenta. Obvio que si me voy sola me quedo sin clientes y el sueldo todos los meses, pero hay días que los quiero mandar a todos a la mierda” me confesó entre trago y trago de birra. “¿Sabés lo que me gustaría?” me preguntó con una sonrisa que parecía escaparse de esos dos hoyuelos chiquitos que se le marcaban en los cachetes. “Irme a la mierda. Viajar por el mundo. Conocerlo. Vivir sin preocupaciones viendo todos los días un lugar distinto y probando comidas diferentes… Ése es mi sueño” me confesó. En ese instante quise convertirme en Colón y llevarla a dar la vuelta al mundo o en un multimillonario con un avión privado e invitarla a desayunar ese mismo día debajo de la Torre Eiffel y almorzar cerca del Coliseo… Pero era imposible, no era ni uno ni otro. Pero tenía que prometérselo igual.
“Mirá amor, tenés razón, no soy boludo. Y estoy de acuerdo, yo lo vengo pensando hace un tiempo largo pero no sabía cómo decírtelo” confieso con algunas dudas en la boca pero haciéndome el que tengo muy claro lo que digo. “Pero bueno, me parece que deberíamos esperar un tiempo para pensarlo mejor, ¿no crees?” le tiro. Ella me mira algo desconcertada. Creo que en su cabeza se debe estar preguntando si soy más boludo de lo que ella creía. Seguro que si… Bah qué se yo. Hice lo que tenía que hacer, lo que creí que iba a ser más fácil para los dos… ¿no?
Se pone el cigarrillo en la boca y con sus dos manos se ata el pelo. Mueve el cuello de lado a lado. Esa señal descontracturante me desconcertó un poco. Sus piernas se cruzaron y volvió a suspirar hondo como lo había hecho unos minutos atrás. “Sos un boludo. En serio. Ya sé lo que estás haciendo”. Me conoce. Sí, nos conocemos. Es el amor de mi vida. Como no va a saber lo que estoy haciendo. Lo peor, lo que más odio en este momento, es que me enamoró un poquito más.
Se me vinieron mil imágenes a la cabeza: Caminatas por una playa paradisiaca con el atardecer como testigo. Horas y horas de tren contando historias de nuestra vida que nunca le dijimos a nadie. Cervezas en barcitos por la rambla de Barcelona y hasta amaneceres con las pirámides de Ghiza de fondo. Quería hacer todo eso y más con ella. No la conocía, pero ya sabía que quería pasar mi vida entera escuchándola hablar, soportando sus problemas, mirando esos ojos e ingeniándomelas para conseguir ver todos los días esa sonrisa. “Te juro hoy, 25 de junio del 2018 que te voy a llevar a dar la vuelta al mundo” se me ocurrió prometerle. “No importa lo que haga falta, sólo dejame invitarte una cerveza mañana, o pasado, o cuando puedas; y vas a ver que vamos a estar más cerca de tomarnos un avión de lo que pensabas hace media hora”. Era cierto, lo pensaba y aunque pareciera imposible algo en mi inconsciente estaba decidido a hacer lo que fuese para cumplirle el sueño a esos ojos verdes de ver el mundo como nunca lo hubiese imaginado.
Sonrió. Nunca hubiese pensado que una sonrisa ajena, y de un total desconocido, me iba a dar tantos escalofríos. Escalofríos de los buenos eh, esos que algunos llaman “chuchos de frío”. Los que de alguna manera te erizan la piel. Los que te dan una sensación de plenitud absoluta. Me cambió la vida. Esa sonrisa me cambió la vida. Y sabía que no había nada en mí que iba a parar hasta conseguir cumplirle esa promesa que le hice esa noche en la esquina de Fitz Roy y Cabreara.
Se vuelve a atar el pelo. Se levanta y va hasta la heladera. La abre y busca entre sobras y alguna que otra verdura una cerveza fría. Agarra un porrón de Guiness, su preferida, y la destapa con un encendedor. Me sigue enamorando cada segundo un poco más. Me mira desde arriba, yo sentado en el mismo sillón donde minutos atrás analizaba cómo se estaba terminando mi relación. Se muerde los labios y vuelve a mover su cabeza de lado a lado. “Sos un boludo en serio. Mirá lo que hay en la mesa. De eso quiero hablar”. Bajo la vista a esa mesa de madera de menos de 50 cm de alto. Arriba, entre el cenicero y su laptop hay una hoja de papel. En su margen derecho superior leo por arriba, algo nervioso, Qatar Airways. Ahora el que tiembla soy yo. Me empiezo a rascar los pellejos de los diez dedos. Mis ojos analizan de lado a lado casi en su totalidad lo que dice esa página impresa hace pocas horas en la agencia de publicidad donde trabaja. “2 pasajes para Bali, Indonesia en clase Turista para el 25 de junio de 2016”. Ida. Sólo ida. No entiendo nada. ¿Se va con otro? ¿Con una amiga? No boludo, se va con vos. Lo que no había que explicar más es que había llegado el momento de emprender nuestro viaje. Ese que le prometí hace un año. El que yo dije que le iba a regalar aunque me cueste la vida. Ahora me lo estaba regalando ella. Sí, ella. Un viaje sin fecha de retorno. Un viaje de amor. Un viaje conmigo. A descubrir el mundo. A caminar por playas buscando atardeceres. A tomar cervezas en barcitos de Barcelona y a bailar en la fiesta la luna en Tailandia. Evidentemente la enamoré.
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