El cuerpo me pesa más de lo normal. Las lagañas denotan mi falta de sueño y los pellejos de mis dedos masticados hablan (por si solos) de días de estrés. Faltan un par de minutos para que el reloj llegue a las 00 hs de un nuevo día. Exactamente 7 minutos. 420 segundos. Eso me separa de un nuevo cumpleaños, de mis 27 años, del peine en la quiniela. Algunos fundamentalistas de los números me rescatarían del mal trago de llegar a ese tan afamado dígito diciendo que una vez que pasen las 00 horas voy a empezar a transitar mis 28 años. No lo sé a ciencia cierta, pero el simple hecho de acercarme todavía más a los 30 me aterra. Aunque a esta altura, no sé qué me da más miedo: ser parte del Club de los 27 o estar cerca de esa “vida adulta” a la que tanto le intento escapar.
Pensaba en escribir estas palabras con un tinte nostálgico, volcar algo de melodrama semi-adolescente (el último vestigio que va quedando en este cuerpito) en el texto para mostrar de manera visceral lo que me está carcomiendo la cabeza estos días. Un momento claro para pensar en todo lo que pasó en estos últimos años. En usar esta página en blanco como Kurt usó la bala de su escopeta o Amy el último trago de bourbon que la sedó para siempre.
¿27? ¿Qué es eso? ¿Un número? ¿El de la muerte? 9855 días en el planeta tierra. Nada más. Nada menos. Un gran amigo me diría “hay que tener huevos para pasarse 27 años en este loco y tan estúpido mundo”. Ja, sí un poco de razón tiene. Sino miralo a Brian Jones que su último chapuzón se lo dio a los pocos meses de llegar a esa cifra. Pero esa locura supongo que es un poco la que nos mantiene vivos. La que nos separa de mezclar vino con somníferos como hizo Hendrix antes de abandonar su Stratocaster. La de pensar que todavía quedan muchas más fiestas por bailar, noches sin dormir y cervezas por tomar.
Sí, son 27. Quedan todavía en mi cabeza resquemores de una adolescencia encaprichada en la que soñaba con lo que sería ese yo de grande. Que lo imaginaba y rezaba para viajar en en el Delorean junto al Doc para esquivar todos los pozos y sentirme el Potro en su mejor momento. Ese de pelo azul y guantes de boxeador. El que se subía al cuadrilátero y cantaba cuarteto en el Luna Park.
Hoy miro con añoranza esos días y me golpeo la cabeza contra el monitor de la computadora sabiendo por fin -y lamentando también- que el tiempo es tirano. De verdad. Se disuelve como el agua y viaja más rápido que la velocidad de la luz. Son las 00 hs. de un nuevo día y el celular me silva bajito que me llegó un nuevo cumpleaños. No fue el Delorean el que me trajo hasta acá y agradezco no haber tenido el control remoto de Click para adelantar mi película. Hoy cumplo 27, muy cerca de los 30 y lejísimos de los rebeldes 15. Me quedan 364 días y 58 minutos para seguir esquivando charcos. Pero como muy bien me susurra el pícaro de Daniel Johnston: ¡bienvenido al club! Chau, me voy a brindar…
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