Ya no sé si es tarde o temprano. Si tengo que despertarme o seguir durmiendo. Si tengo sueño o es simplemente una reacción defensiva de mi cuerpo sabiendo que se vienen horas y horas de un “insomnio permanente”. Ese que hace que todo lo que pase parezca parte de un sueño lúcido. Ese que me mantiene alerta como un robot y dormido como un oso en plena hibernación.
Los ojos se abren pero siguen pegados por culpa de unas malditas lagañas mañaneras que últimamente están más presentes que nunca. Pienso si vale la pena levantarme. Si será la hora perfecta para poner el primer pie bajo la cama e ir en búsqueda de un café para ponerle un poco más de sentido al día. ¿Al día? ¿Qué día? Todavía no lo sé muy bien y no creo que me desespere mucho saberlo. Suelo tardar varios minutos en acomodarme en el espacio y tiempo, y a veces hasta algún momento de la tarde me parece que sigo en un limbo entre el sol y la luna.
Como casi todos, hace dos semanas vivo en un estado eterno de desconocimiento y falta de percepción de la realidad. Un estado algo surrealista, el más parecido al que debe haber sentido Dalí cuando pintaba rinocerontes con armaduras y relojes derritiéndose. Pero a pesar de ese sentimiento, sigo siendo parte de un día, una hora y un lugar: lunes 30 de marzo de 2020, cerca de las 11 de la mañana. Lo sé solo porque ayer fue 29 y en un acto casi patriótico comí ñoquis con un billete bajo el plato reclamando abundancia a un dios que no creo que en este momento esté prestando mucha atención a los llamados de un boludo que pasa sus días entre la cocina y el sillón del living.
Sigo con mi rutina perfecta, esa que me impuse de alguna forma cuando todos nos vimos obligados a quedarnos encerrados en nuestras casas: doble taza de café para mitigar esa fatiga sin razón, media hora de desconcierto en el balcón intentando pescar algún rayo de sol y cargar con un poco de vitamina D el cuerpo, leer uno o dos capítulos de un libro que empecé hace un mes y sigue dando vueltas por mis manos, abrir la primera cerveza a las 12 del mediodía y espiar el celular recién a la 2 de la tarde -medida que me impuse para no caer en mi propio boludismo extremo de espiar vidas ajenas cuando no tienen nada interesante que contar. Así, esas primeras horas de un día más en mi vida se pasan casi de forma automática y sin pena ni gloria. Como si fuesen parte de un mecanismo bien engranado que promete al fin de la jornada dar un producto perfecto y listo para funcionar.
Me prometo a mi mismo ser funcional y hacer de este tiempo algo productivo. Me lo prometo una y otra vez, a veces con mayor ímpetu que otras, pero el resultado es siempre el mismo: mis días no son más que horas y horas “malgastadas” en un limbo inconsciente que no parece tener fin. Me pregunto varias veces al día si es necesario ser productivo en un momento así, un momento tan especial y único. Tan distinto al que alguna vez vivimos y vamos a vivir. Tan disfuncional por momentos, sin muchas oportunidades para que la cabeza realmente cree. Un momento incierto y lleno de interrogantes que difícilmente pueda responder ahora. Lo pienso y se me va pasando el tiempo. Lo pienso y me doy cuenta que ese debate filosófico ya lleva un par de horas en la cabeza, mientras simulo que veo algún capítulo de una serie o que scrolleo el celular creyendo que lo que veo me interesa.
Como casi todos los días, por no decir directamente todos, llego a la conclusión de que ser productivo en un momento así no sería más que exigirme demasiado en un tiempo donde el horno no está para bollos y la cabeza está sensible. Me sumerjo en ese pensamiento y me lo creo, lo hago parte de mi como me enseñó Sabina en una de nuestras sesiones de coaching espiritual: lo imagino y le doy forma. Lo puedo tocar, lo acaricio, le pongo un nombre y como si fuese un caballo que logré domar después de varias horas, lo expulso de mi cuerpo para poder dejarlo ir. Por lo menos por ahora. Por hoy.
Veo en la ventana que ya no hay sol. El tiempo en el limbo se pasa mucho más rápido, pienso. Perdí la cuenta de las cervezas que tomé hasta el momento y las veces que pensé en ella. En momentos así tomo de más y la recuerdo un poco más. No porque siga significando algo, o sí. O simplemente porque estar encerrado me hace añorar los momentos de libertad y los últimos suelen venir con su perfume. Caminatas, besos, risas y abrazos. Algunas lágrimas, sobre todo al final, pero que bueno sería ahora poder llorar o reir con sentido. Últimamente todo lo que me pasa carece de tal. Como si además de darle productividad a mi tiempo en cuarentena debería darle sentido. Es demasiado y mi cabeza no tiene tiempo para tanto. O no quiere tenerlo.
Obvio que la noche se me hace más llevadera. El “insomnio permanente” se sobrelleva mucho mejor cuando hay luna y poca luz. Cuando abrir un vino no es sinónimo de alcoholismo o estar tirado en la cama de vagancia. Cuando leer un libro te logra sumergir en mundos a miles de kilómetros de distancia y ver una serie es entretenimiento asegurado. Creo que por eso le tengo más cariño a la noche, ese momento donde los “sanmartines” del día se esconden para no mostrar sus miserias, donde los “héroes de las redes sociales” no tienen nada más que contar y donde la piel empieza a transpirar esos deseos reprimidos por el inconsciente. Aparece el morbo, las fantasías, la calentura, mi calentura, los debates internos, las preguntas. El limbo se viste de gala y empieza una fiesta la cual disfruto un poco más. Hay éxtasis. Hay lujuria. Hay diablos y santos. Hay de todo, para todos, y eso me entusiasma.
Entro sin tocar la puerta y atrás queda esa idea de ser productivo. Acá, en el infierno de la cuarentena, siento que lo soy. O siento, por lo menos, que no hay presiones absurdas para serlo. Mis dedos tipean textos que seguramente mañana voy a olvidar. Mi cabeza se imagina en escenarios donde Dalí es el personaje menos surrealista. El vino en copa y la cerveza de lata suelen ser mis únicos compañeros. Llegan hasta el final, dan batalla sin importar cómo. Se plantan de manos con cualquiera para seguir ahí, firmes, conmigo y hasta el último minuto. Es el momento donde las flores son más ricas, donde me olvido que estoy encerrado, donde agradezco que la almohada mire de reojo y donde ella ya no aparece. Es ahí que me doy cuenta que para mi es temprano, que no tengo que despertarme, ni preocuparme hasta cuando voy a seguir así. Es donde disfruto del “insomnio permanente” y donde no me importa si mañana es lunes, martes o miércoles. Donde lo amargo se transforma en dulce y donde sé, que aunque mañana tenga que volver al limbo, hay un lugar donde me siento cómodo y al que voy a visitar muy seguido los próximos días. Bah, un lugar al que espero seguir viniendo una vez que el encierro se termine. Un lugar donde a mi me gusta encerrarme. Mi lugar.
Buenísimo!