Por Enzo Soto
No sé si el Tren Roca sea un buen lugar para terminar una relación, pero acá estamos los dos atrapados. Queda un poco más de una hora para bajarme, él se bajará tres estaciones antes que yo. Tengo que hacerlo, no lo puedo estirar más. “Estás en la estación Sarandí”, anuncia la locutora del tren. “Próxima estación: Villa Domínico”. El vagón está repleto, los vendedores se turnan para anunciar sus mercancías a los gritos. No se lo puedo decir ahora, con todo este ruido, voy a esperar a que se vacíe un poco el tren.
Ya no tenemos tema de conversación, lo poco que teníamos lo agotamos durante el día, pero él se esfuerza por decir algo, lo que sea.
– ¿Viste la peli de Wes Anderson que te dije?
-Sí, está buena
– ¿Te gustó la estética, no te pareció increíble visualmente?
– Mmm, no le presté mucha atención a eso
– ¿Cómo qué no? ¡Es lo más bello de sus películas!
-Bueno, si puede ser, no sé.
Es el único nivel de humor que le puedo poner a esta conversación, no la puedo disimular mucho tiempo más. Él sonríe y apoya su cabeza en mi hombro. Lo dejo apoyarse y pongo mi mano en su pierna, pienso en que quizás esta sea la última vez que lo tenga tan cerca y no aparto mi mano de él. Recuerdo esos días en los que no podíamos despegarnos el uno del otro, recuerdo la sensación de nuestra primera vez, esa sensación de desconocidos que se miran con desconfianza y deseo a la vez, con vergüenza y calentura. Hace rato dejé de sentirlo.
“Estás en la estación Wilde, próxima estación: Don Bosco”. Pasaron solo veinte minutos desde que salimos de Constitución. Del vagón de adelante se escucha a la vendedora de chipá acercándose, y del vagón de atrás una banda tributo a La Renga. Quiero ponerme auriculares, pero tendría que compartirlos con él.
– ¿Tenés hambre?
– No, gracias, no me gusta el chipá.
-Ya sé que no te gusta el chipá, te iba a invitar de mis galletitas. –Saca unas de avena y chocolate.
-Ah bueno, de esas sí.
– ¿Viste cómo te conozco? –
Le doy la razón sonriendo. Sí, me conoce. Sabe que lo estoy ignorando, me conoce demasiado y sabe que no debe seguir preguntando, por eso solo se queda en silencio masticando esas galletitas. Lo imagino esforzándose por no mandarme a la mierda, luchando con una masa seca en su boca, tragándose una sensación agridulce. Aprovecho la distracción de las galletitas y saco un libro de mi mochila, casi un acuerdo tácito, si saco un libro es porque no quiero hablar.
De esa manera logro que pasen unos quince minutos, ya estoy preparado para decírselo, es el momento perfecto, en veinte minutos ya se baja. “Estás en la estación Berazategui, próxima estación: Plátanos”. Siento la voz de la locutora desafiándome, la siento en mi nuca, soy un cagón, lo sé, pero quiero evitar todo tipo de escena en público, no lo soportaría. Sé que se tiene que bajar si o si en City Bell porque después no tiene como volver, es ahora o nunca. ¡Esperá! Me alerto, en veinte minutos pueden pasar muchas cosas, ¿cuánto puedo tardar en decírselo, esperar una respuesta de su parte, una despedida quizás? ¿Y después que hago? ¿Cómo llenamos ese vacío hasta llegar a su parada? ¿Me cambio de asiento? ¿Me bajo antes? Esto me supera, que incómodo, mejor espero un poco más. Mientras, trato de recordar los motivos por los que quiero dejarlo. No sé qué decirle, no quiero que se sienta mal, pero quiero que quede bien claro. Igual ya debería haberse dado cuenta, le di muchas señales el último tiempo, todas esas conversaciones forzadas, el sexo sin ganas, casi nulo. Debería haberlo notado.
Es tan intenso, no para de hablar ni por un segundo. Ahora mismo está hablando, de cine, otra vez ¿será el único tema de conversación que tiene? ¿O el único que tiene conmigo? ¿Me está invitando a ver una película? ¿A su casa o a la mía? Antes me gustaba ese plan, mirar una peli, escuchar su análisis, flashear con escribir alguna reseña, aprendía de él, ahora sólo me aburre. Hago todo lo posible por ignorarlo, miro por la ventana, miro el techo, miro a todas las personas del vagón excepto a él. Me digo a mí mismo: por favor, que no quiera ir a casa, que no quiera ir a casa. Solo me falta cruzar los dedos y como si estuviera rezando, le pido a cualquier fuerza externa que haga por mí todo el trabajo. Le cedería mi asiento a cualquier persona con tal de alejarme un rato de su voz, pero el vagón ya no está lleno y hay muchos asientos libres, qué pena.
El paseo de hoy era mi último hilo de esperanza de que me guste algo de él, traté de buscarlo, por más forzado que sea, pero no, ya está, no me gusta, no encontré nada. ¿Qué me queda de él? Una interminable lista de películas que me recomendó y nunca vi, solo eso.
“Estás en la estación Pereyra, próxima estación: Villa Elisa”. Ya está, quedan diez minutos para llegar a su estación, se lo tengo que decir, ¡YA! Siento un dolor de estómago increíble.
–Eu –me tiembla la voz, -tengo que decirte…
-Esperá, yo te quiero decir algo primero.
¡Me interrumpe!, no lo puedo creer, lo odio.
–Creo que deberíamos tomarnos un tiempo, -me dice agarrándome las manos –siento que no estamos funcionando bien los dos juntos y nos haría mejor estar separados-.
Me paralizo, me quedo con todo lo que le quería decir en la punta de la lengua, no puedo hablar, no me sale una palabra. Los diez minutos que faltaban se convierten en 10 segundos. “Estás en la estación City Bell, próxima estación: Gonnet”.
-Perdón que sea de esta manera, pero te lo quería decir hace rato y no me escuchabas. –se para y agarra su mochila.
Yo solo lo miro fijamente, no sé si reír o llorar, sólo sé que estoy completamente mudo. Lo veo bajarse del tren y caminar por el andén, se da vuelta, me sonríe con lástima y sigue su camino.
El tren continúa su marcha, yo siento un vacío increíble, un alivio en el estómago y un corto circuito en mi cabeza. Las próximas estaciones se me pasan desapercibidas, retengo su última oración: “y nos haría mejor estar separados”. Esa voz que tanto me irritaba, ahora la extraño y trato de recordar qué cosas me dijo en el tren, o en el día, o en las últimas semanas, qué señales me dio, cuáles me perdí, ¿en qué momento lo ignoré tanto? Ahora solo escucho la voz de la locutora como tranquilizándome. “Estás en la estación: La Plata, final del recorrido”.
Imagen por Pablo Vio
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