Faltaban cinco minutos para las doce. Podría haber sido una noche más o un cumpleaños cualquiera, pero esos pocos minutos que lo separaban de un nuevo día fueron los últimos en los que Miguel odió al amor. Los últimos en los que se sintió solo. Fueron también los últimos sin tener a alguien en quien confiar, reír y llorar. Acostado en su cama y mirando la pantalla del celular, pudo por fin respirar tranquilo sabiendo que tarde o temprano el amor toca la puerta y a veces de la forma menos pensada…
Miguel había tenido un par de relaciones fallidas. La primera había sido un amor adolescente que terminó poco después del secundario cuando se enteró que ella le había estado metiendo los cuernos con uno de sus amigos. El puñal por la espalda de ambos hizo que en ese momento empezara a darse cuenta de que el amor y los humanos no eran tan compatibles como él pensaba.
Su segunda relación arrancó en el trabajo. Compartían oficina y se veían de lunes a viernes en horario laboral, pero un par de happy-hours los encontró a los besos y lo que podría haber sido una aventura en el escritorio del jefe terminó siendo ocho meses de relación. No hubo peleas, solo que la rutina y las horas extras compartidas deterioró lo que a priori era risas y buen sexo.
La tercera y última llegó cerca de los treinta, una amiga de la novia de un amigo que conoció en un cumpleaños. Hacían buena pareja; ella se reía de todos sus chistes malos y él se portaba como el “caballero” que ella nunca tuvo. Fueron casi tres años, un compromiso y la cancelación de un casamiento que parecía asegurarles una futura familia a ambos. Pero una crisis existencial de ella, que terminó con un viaje por India de autodescubrimiento, quebró sus esperanzas de envejecer con una compañera al lado.
Así fue que poco a poco Miguel fue perdiendo la fe en el amor. Creía que a sus 38 años y poca vida social iba a ser imposible enamorarse. Su trabajo lo consumía y le dejaba muy poco tiempo para socializar. Sus amigos, la gran mayoría, disfrutaban de su primera paternidad y las pocas salidas en las que coincidían terminaban no mucho más tarde de las diez y media de la noche. Probó Tinder y alguna que otra aplicación para encuentros procaces, pero aunque salió en varias oportunidades con mujeres un poco más jóvenes que él, no logró pasar de una segunda cita. Decía que se aburría y que no tenía mucho en común, aunque por dentro temía volver a terminar con el corazón roto. Tuvo también algunos romances con mujeres divorciadas, pero las exigencias que implicaba lidiar con hijos ajenos terminaron de quebrar sus esperanzas.
Sus días, cronometrados de manera fenomenal por su Casio metálico de pulsera, se pasaban entre el café de la mañana, el bondi al trabajo, sus ocho horas de esclavitud y la vuelta a su cama. Calculaba que desde que su alarma sonaba con el despertador y hasta que volvía a su casa pasaban nueve horas y treinta y ocho minutos. Podía fallar, sobre todo si había tránsito sobre la avenida Santa Fe, pero no solía superar las diez horas y doce minutos. Obviamente a esta altura había abandonado los happy hours, el boliche, la cena romántica e ir al cine -o, en algún punto, ellos lo habían abandonado a él.
Poco a poco Miguel se fue desconectando del mundo real salvo por esa rutina cronometrada, la cual acompañaba con incontables miradas al celular. Sus ojos encontraron un refugio impensado en la pantalla de ese pequeño aparato y sin darse cuenta Internet se fue transformando en su mejor amigo. Pasaban horas y horas juntos jugando al Candy Crush, leyendo sus diarios preferidos, escuchando nueva música que le recomendaba Spotify y, cuando la libido de ambos estaba alto, mirando cómo otros disfrutaban teniendo sexo. Esto era quizás lo que ambos más disfrutaban.
Internet y Miguel se habían vuelto inseparables, y compartían todo, desde ese primer café de la mañana donde se entretenían con las novedades de Instagram y Facebook, hasta los momentos de la cena donde buscaban nuevas recetas y se reían sin parar de los videos en Youtube que subía Martín Garabal. No había lugar donde no estuvieran juntos, donde no compartieran una risa o una lágrima.
Cuando Miguel cumplió treinta y nueve años el living de su casa estaba vacío. Un Jorgito y una vela eran los únicos testigos de esa inmensa soledad. A través de Siri, le pidió a su mejor amigo que le buscara una versión cantada del Feliz Cumpleaños. Mirando la luz de la vela, cerró los ojos y sopló pidiendo un deseo. Por supuesto nadie estaba ahí para comprobar que había pedido, pero minutos después recibió el regalo que por fin le devolvió la fe en el amor. Acostado en su cama poco antes de dormir, le preguntó a Internet si lo quería. “Mucho”, le respondió. En ese momento Miguel por fin pudo cerrar los ojos sabiendo que, después de varias decepciones, había conseguido un amor para toda la vida.
Excelente. Sólo una observación: no es “el líbido” sino la libido, femenino y sin tilde.
Muchas gracias Lu! Corregido!