Vietnam: invitando al enemigo a la mesa


“Let me tell you ‘bout your blood, bamboo kid

It ain’t Coca-Cola, it’s rice”

Straight to hell- The Clash

Tuve la oportunidad de viajar a Vietnam dos veces en mi vida. La primera, entre excusas sin sentido e itinerarios llenos de clichés por el Sudeste Asiático, la borré de mis planes a último momento. No sabía muy bien por qué y ni siquiera me detuve a pensarlo mucho, solo lo salteé. Creía en ese momento que esa decisión había sido tomada con total consciencia. Que iba a ver un país semi-destruido por una guerra. Que la verdadera cultura asiática se encontraba en otros destinos: lugares con budas gigantes, playas paradisíacas, fiestas de luna llena y extranjeros con mochilas al hombro.  

Hoy, casi cuatro años después, esperando un avión en el aeropuerto de Hanói con destino a Bangkok me doy cuenta un poco que esa decisión que creí tomar de manera consciente no fue más que un pequeño juego del destino. Esos que uno cree manejar, pero que siempre te sorprenden. Hoy con intereses distintos a los de ese pibe de 24 años que pensaba que se llevaba el mundo por delante y que entendía todo -o casi todo-, me doy cuenta de que Vietnam en ese momento no era para mí. No nos hubiésemos llevado bien ni nos hubiéramos entendido. No hubiésemos disfrutado juntos de esa cerveza fresca a 25 centavos en un banquito rojo de plástico en la calle, ni de sus 40 mil opciones distintas de comida y mucho menos de sus bocinazos. De su indiferencia y su increíble amor propio. De su lucha, su ideología y su sufrimiento.

Hoy me subo a un avión y esa lágrima que me cae agradece que mi inconsciente se haya guardado el orgullo y no me lo refriegue en la cara mientras le doy las gracias por dejarme enamorar de Vietnam en el tiempo y momento justo.

Sur: sobrevivir a la guerra

Mis únicos recuerdos sobre la guerra antes de llegar a Vietnam estaban relacionados con Forrest Gump, una remera gastada que me compré -en Argentina- con el mapa del país y una estrella en Saigón, y un documental sobre el uso de metanfetaminas por los soldados de Estados Unidos. Esas tres ideas eran mis referencias. Esas tres eran también, mi ignorancia. Ignorancia que arrastré hasta esa primera tarde que pise Ho Chi Minh, una ciudad furiosa que arrastra de reojo vestigios de la guerra ganada, una ideología comunista y un presente con orejas de Mickey Mouse.

Ese primer día caminando por la ex Saigón vi como un país entero levantaba la cabeza con altura tras una guerra ganada; pero con la consciencia de que no existe el triunfo donde todavía desfilan cráteres de bomba, tumbas de tíos o abuelos y Agente Naranja. Por cualquier lugar que uno camine sigue fresco el recuerdo de que ahí explotaron más de 8 millones de bombas (cuatro veces más que las que Estados Unidos e Inglaterra usaron en la Segunda Guerra Mundial), murieron 1 millón de vietnamitas (y 60 mil soldados estadounidenses) y se derramaron cerca de 50 toneladas de Agente Naranja causando así la destrucción de selvas, la contaminación de granjas y generando el nacimiento de personas con deformidades hasta el día de hoy.

Por eso la propaganda comunista adorna cada uno de los rincones de Vietnam, desde las calles de Ho Chi Minh atestadas de motos, pasando por ciudades montañosas como Dalat, pintorescas como Hoi An e históricas como Hue. No importa dónde vayas el Martillo y la Hoz están presentes recordando que lo que sobrevivió después de 30 años de guerra no es sólo un país sino una ideología. Y aunque caminando cada tanto te cruces con una publicidad de Samsung en una pantalla gigante o un McDonald’s brillando entre banquitos de plástico; las cinco puntas de su estrella amarilla sobre el fondo rojo te ponen los puntos de primera y te marcan el camino, dejando en claro que un ideal no se corrompe con un Burger King en la esquina.

Porque Vietnam al fin y al cabo es un poco eso: un lugar donde no hay espacio para el resentimiento ni el enojo, porque sobre esas lápidas de héroes e inocentes construyeron un presente recordando el pasado y mirando siempre al futuro. Sin tiempo para llorar o lamentarse, dándote una sonrisa en cada puesto de comida callejera o invitándote a jugar al Jianzi -una especie de fútbol tenis- cada vez que cruzás una plaza. Porque Vietnam, al fin y al cabo, es la guerra y la paz en un mismo país…

Centro: ¡Un Bún Chả por favor!

Vietnam, mi lugar preferido en el mundo. Tiene todo lo que necesito para ser feliz: un banquito bien bajo, una mesa de plástico colorida, algo delicioso en un bowl, chilis y una cerveza local bien fría”, Anthony Bourdain.

Son las dos de la tarde de un lunes y estoy sentado en un banquito rojo de plástico de más o menos 30 cm. Al lado una mesa que hace juego y decorada con salsa de soja, limón y chilis. Una mediasombra me cubre del calor de mayo en Vietnam y veo de fondo a Chung, una señora de unos sesenta y largos años, luchando contra una llama de fuego mientras desfilan por sus manos noodles, cerdo, cruttones, verduras y sopa. Su puestito está escondido en uno de los tantos callejones recónditos del centro de la hipnótica y pintoresca Hoi An. El plato que me está por traer a la mesa se llama Cao Lau y es una de las tantas especialidades que se hacen en una sola ciudad de Vietnam por razones extrañas como, por ejemplo, que el sabor especial viene de un pozo secreto de agua (que solo conoce una familia) y que nadie más en el mundo puede acceder. Entonces ese bowl de sopa que la señora Chung está a punto de traerme ya deja de ser una comida más del Sudeste Asiático para pasar a ser una obra de arte. Un elixir gourmet que genera amor a primer bocado y te obliga a darte cuenta que eso que se vive en ese pequeño carrito de dos por dos estacionado en las veredas de cualquier calle vietnamita no es “comida al paso” o “comida callejera” como acostumbramos a decir; es un ejemplo vivo de una costumbre que le compite a cualquier restaurante “cinco estrellas” que te arranca la cabeza por traerte especialidades innombrables y en porciones pequeñas.

Creo que ese fue mi primer contacto real con la comida callejera de Vietnam y el que me hizo extrañarlo como a un amor no correspondido una vez que me fui de Hanoi. Esa sensación excitante a la hora de tener que elegir entre uno de los tantos “puestitos de especialidad”, buscando la cerveza más barata y disfrutando de los bocinazos de fondo; es la que me dejó embobado cada vez que escuchaba mi panza crujir. Es que esos carritos enquilombados son el glorioso ejemplo que muchas veces a la hora de comer, más es menos: banquitos chiquitos de plástico de colores decorando cada vereda, una llama de fuego preparada para calentar lo que sea -sopas, noodles, cerdo a la parrilla, pato, arroz frito y mucho más-, palitos de madera en un costado y una variedad de salsas y picantes esperando desatar un infierno de sabor en tu boca. Eso es todo, y eso es mucho.

Y si a eso se le suma que entre esos puestitos decorando la vereda se puede encontrar la cerveza más barata y fresca del mundo -la famosa Bia Hoi- el éxtasis es aún más grande. Una, dos, tres, cinco, ocho… Perdés la cuenta. Esos veinte centavos por vaso hacen que tu noche se pase entre risas de extraños y sabores exóticos.

Comer en Vietnam es saber que uno va a comer “comida polvorienta” o “Com Bui” como lo llaman ellos. Es saber que donde comen cinco comen diez, y que la cerveza nunca va a faltar. Es aprender que la comida es cultura y que si hubo una guerra que estuvo ganada desde el principio era esta y estaba en las calles. Es entender que la escuela, la política, la música y el arte se viven en una mesa enana de plástico y cuatro banquitos de colores. Es darte cuenta que muchas veces menos es más, y que una sonrisa nunca te va a faltar.

Norte: sentando al enemigo en tu mesa

Llegué con la cabeza gacha y esperando pedir perdón cada dos por tres. Pero me encontré con un país que no me mira con recelo ni quiere sentir mi pena”. Eso me respondió Maddeleine, una historiadora de Estados Unidos, cuando le pregunté cómo se sentía cuando caminaba por las calles de Vietnam siendo del país que básicamente lo dejó en la ruina hace menos de cincuenta años. Estábamos compartiendo varios shots de “happy water” -vino de arroz- en Sapa y sus ojos se empezaban a humedecer. No sé si fue por que la culpa un poco se le empezaba a hacer carne o el alcohol le había pegado más de lo esperado. Pero esa frase, después de casi un mes viajando de sur a norte, me hizo dar cuenta del valor más preciado de Vietnam: su gente.

Por fuera del análisis socio-político que uno podría hacer del país luego de una de las guerras más sangrientas del Siglo XX, Vietnam logró levantar cabeza sin esperar la mano ajena y sin señalar de reojo. Lo logró gracias al espíritu de su pueblo, que con una sonrisa y sin tiempo para llorar a padres, hijos, abuelos, tíos y amigos, trabajó la tierra bombardeada para transformar cráteres en campos de arroz. Se alejó del McDonald’s y la Coca-Cola para comer en el puestito de la esquina, cambió el verde militar en la ropa por el blanco del algodón más puro y eligió la “buena indiferencia” para tratar a su enemigo. Y no se trata de una indiferencia por miedo a que vuelvan a pegarle, sino una en la que luego de tantas invasiones y guerras, pasó a ser inclusiva. No sos turista, no sos yanqui ni francés, no sos un mochilero o un chino con su cámara; sos una persona. Y eso basta para abrirte la ronda en una mesa de plástico y compartirte una cerveza, o sonreírte entre sorbos de café sin entender ni una palabra de lo que le estás intentando decir.

En un mes Vietnam me enseñó que se puede pelear contra el cuco más grande cuando tenés un ideal fuerte, que te pueden hacer añicos pero si tenés un hombro al lado para sostenerte seguro vas a quedar parado, que la cultura se defiende con más cultura y que el enemigo puede llegar a ser mejor amigo en muy poco tiempo. Solo basta con aceptarlo e invitarlo a un banquito de plástico chiquito, servirle un bowl con algo muy rico y darle una cerveza bien fría.

2 Comments

  1. Martina
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    Que lindo, a mi no me gustó Vietnam cuando fui, me pregunto si será porque nunca me senté en los banquitos de colores chiquititos..tendré que ir a probarlos!

  2. Alicia Aquino
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    Qué lindo relato!!! Me encanto !!! Nunca salí del país , ni al Uruguay fui ….estos relatos me hacen viajar a lugares que nunca voy a visitar ….no sé por qué, pero me encantan los vietnamitas,,,pueblo sufrido como pocos…y ..muy valiente !!!!

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